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miércoles, 6 de noviembre de 2024

El expresionismo alemán explicado a los guajiros

Hay una edad en que todo se detiene, la del artista…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 03/11/2020
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titeres
En el salón del Teatro Guiñol de Remedios nos mira severo el retrato inmenso de Fidel Galbán

Tengo dos grandes referentes como instructores de arte: mis amigos Fidel Galbán Ramírez y Reinier Luaces. Ambos artistas de altísimo vuelo, inspirados en la pasión creadora e hijos de una academia que nace a diario, en el decursar lento y fatigoso. Al primero lo conocí harán  más de diez años y ya no nos acompaña en este plano, al otro lo veo a menudo en su bicicleta entre el asiento de Bartolomé, donde vive junto a su mamá, y la ciudad de Remedios, donde trabaja aún. Dos grandes artistas, que supieron dejarme esa impresión de la trascendencia y la poesía, la que nadie podrá negar, aunque no haya premios en metálico u otros reconocimientos.

Mis héroes no viven en la capital, ni pudieron darse a conocer en circuitos internacionales; a menudo incluso eran objeto de la mofa pueblerina más común y plebeya,  la que es menos sensible y más altiva Nadie vino a santificar el pequeño teatro que surgió en la década de 1960 en las entrañas de Remedios y que iba de montaña a mar, con la savia de quien crece con conciencia de ángel. Ese fue Fidel Galbán, nacido en San Fernando de Camarones y que llegara a Remedios en época de parrandas. Dicen que lo vieron por entonces con su novia, la mujer de toda la vida, una actriz que comprendió por primera vez al genio arisco y el gruñido brillante. El guiñol de esta ciudad nacía en manos de un instructor, un chico de clase pobre, que se graduó con buenas notas en el colegio para maestros del arte, en el Hotel Comodoro de La Habana. No, nadie santificó con el éxito ni el pundonor aquel grupito de teatro, sino que hasta piedras soportaron durante más de una gira, llantos, decepciones, peleas.

Dicen que los caminos de la grandeza no son para nada fáciles, menos aun cuando se habla de la inmensidad de un buen hombre. La planta, apenas una postura, echó raíces en el centro de la isla y devino savia, irrigó toda una generación que hoy perpetúa al maestro, que lo nombra a cada paso, que sabe que él está ahí. En la sala del Teatro Guiñol de Remedios hay una foto del Fide, como si fuera (que de hecho lo fue) un santo. Todos se detienen, hasta los niños que no lo conocieron. Algo vivo hay en el óleo, quizá un atrevimiento más allá del gesto de la muerte terrena. Fidel nos enseñó, como instructor, a vivir y, a partir de ello, a soñar el arte. Esos son los instructores cubanos.

A Luaces lo conocí por la misma fecha, en su estudio de la Casa de la Cultura de Remedios, con todo el reguero de libros, figuras exóticas, música rock y retazos de poesías, fotos de su novia. Los talleres de este muchacho eran conferencias sobre las tantas variables del arte, con la pasión que dan la edad y el saberse fuerte en el talento. Mi colega era gente buena, a la cual acudir lo mismo para un consejo, que para una fiesta, que para la ayuda certera y la mirada crítica sobre mis textos periodísticos. Luaces es aún un tipo menudo, casi a punto de desaparecer, pinta sin cesar y sobre cualquier soporte. No sé si guarda aún aquellas historias que me contaba sobre los primeros años como instructor, cuando debió adentrarse en las comunidades rurales de Remedios, siempre alejadas de cualquier atisbo de academia. Luaces, por difícil de creer que parezca, les hablaba a los guajiros acerca del expresionismo alemán, de Egon Schiele, de las técnicas del grabado, de la historia de las artes visuales, de la última exposición en Paris.

De veras, uno a veces está agradecido de nacer tan lejos de la ciudad y tan cerca de uno mismo, de las esencias de los amigos, del verdadero teatro: el que se muestra sin máscaras. Para Luaces no había brevedad posible, el manantial de sus conocimientos iba en torrente hasta los demás instructores, pupilos de sus talleres y conferencias. Muchos que acudían al inicio por compromiso, terminaban interesados, preguntando por más, leyendo los clásicos, cerca de la cultura. Siempre he creído que la única creación válida es aquella que nace sola, sin que la rieguen, sin que haya una voluntad rectora. Añoro la risa de las lilas junto al portón de la finca, como en cierto poema de Walt Whitman, que los soñadores repetimos en anhelos.

El Fide y Luaces fueron mis compinches, 65 uno y 24 el otro. Las tertulias eran junto a una taza de tilo y manzanilla o una copa de vino peleón, de ese que venden detrás de la plaza, en los barrios de Remedios. Hablábamos de Lezama, del último artista naive, de la exposición que un día haremos, del texto que está por escribirse. Fide y Luaces en realidad eran contemporáneos, estaban detenidos en esa edad dichosa del que ha creado algo loable. Y yo, solo un ingenuo de la cultura, uno más que pasaba, el que menos talento tenía de los tres, podía sentirme dichoso.

El tiempo castiga, se lleva lo mejor, nos deja desamparados. Hace ya cinco lustros el Fide se fue con sus muñecos a un teatro infinito, donde espero verlo un día. Luaces en cambio sigue pintando, en su campito, donde también imparte apreciación artística. A este ya no lo veo en la Casa de la Cultura, pero dejó la obra que cura el mal sabor de las incomprensiones. El arte no pide permiso, él está vivo, no tiene que decodificarse, no es un documento oficial.

En el salón del Teatro Guiñol de Remedios nos mira severo el retrato inmenso de Fidel Galbán y yo le pregunto a Luaces a qué espera para hacerse también uno, quizás para que lo cuelgue en una esquina de su casa en Bartolomé.

El tiempo castiga y las edades de estos amigos siguen detenidas: yo envejezco con el privilegio de conocerlos.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación

Se han publicado 2 comentarios


Oscar
 3/11/20 15:10

Tuve el honor de conocer a Fidel Galván y de trabajar en ocasiones con él; pude apreciar su maestría y respirar ese aire mágico que de él emanaba. Tengo la suerte de contar con la amistad de Luaces, un hermano en el arte y en la vida; un hijo, por la distancia generacional que nos separa o une. Ser humano excepcional, un legítimo artista y un alma buena que me salva la fe en el presente y el futuro de la virtud. Merecido, muy merecido, homenaje a dos espíritus intemporales del arte y el humanismo, ambos salvadores de valores casi en extinción.

María Victoria Valdés Rodda
 3/11/20 15:00

Excelente crónica que atestigua cómo la cultura cubana se ha colado por doquier gracias al potenciado talento de nuestra gente. Gracias al autor.

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