El arte no es exactamente una representación de la vida, aunque aspire a serlo, sus armas vienen dotadas de la subjetividad del ojo humano. Hay además lo permeable de la ideología del instante, la precondición de ser caído al mundo de lo ente que define al hombre según Heidegger (ese pensador del cual bebe sin cesar el presente). Hacer siempre implica un desde aquí y un ahora, en tal sentido vale la metáfora del dios Janos, aquel que estaba sentado en la encrucijada de los caminos y cuyas dos caras miraron a la vez hacia lo porvenir y lo ya hecho.
Vemos que el cine es el gran ojo, surgió cual objeto de feria, pero en su escalonado ascenso como forma del arte cayó al mundo, se permeó de historia, de ideología y, si por un lado tenemos a Chaplin y su grandioso discurso final de El Gran Dictador donde suelta esa frase: “No somos máquinas, sino hombres”, también estaba todo el bodrio nacional socialista, con documentales incluidos que reseñaban los congresos del partido en Núremberg.
El cine es el gran protagonista de la imagen, la vía a través de la cual las diferentes ideologías del siglo XX querrán hacer sus reformas o contrarreformas. Fue Churchill mismo quien, en medio de los racionamientos de la Segunda Guerra Mundial, ordenó más dinero para la industria estatal productora de filmes patrióticos.
Se comprende entonces por qué una manera de hacer nace tan metida dentro del barro de la historia, que es lo mismo a decir: en medio de la masividad pasiva o protagonista de los procesos que mueven la cosa humana. El cine deviene en ideología a través de dicho camino y, como todas las ideas, de quedarse allí se cosifica, pierde la noción del movimiento de lo real.
Si antes de Stalin floreció lo mejor de una épica, luego vino el enfriamiento, porque, citando a Marx: “…toda cuestión alejada de la práctica se convierte en algo puramente escolástico”. Es la historia quien determina, pero dicho movimiento no tiene leyes y pareciera que el siglo XX quiso decretar tales leyes.
El cine debiera ser pues barro, estar metido en él hasta la cintura. Hace poco conversaba con una joven realizadora, quien lamentó su posición privilegiada en la sociedad, un puesto que si bien le permitía hacer cine, no la dejaba entender a quienes jamás harían ni un video casero. Mi respuesta fue tajante: “Tienes que ver más allá de tu ideología de clase. Ese es el malestar en el cine y del arte en general, que el demiurgo trascendente está obligado a no esperar por la idea cosificada para decir, para filmar. Todos los poderes miran con recelo esa liberación del artista”.
Si se analiza bien, el cine cubano se propone, desde 1959, una constante que no ha sido la de Sísifo, pues la cosa artística sí se ha movido a la par de los tiempos. Pongo de ejemplo un clásico poco mentado: “Una pelea cubana contra los demonios” de Tomás Gutiérrez Alea, basada en acontecimientos de la Edad Media criolla, en la villa de San Juan de los Remedios, en pleno siglo XVII. Cuentan las actas, levantadas por el entonces escriba Bartolomé Díaz del Castillo, que comenzaron a manifestarse seres angélicos caídos, los cuales amenazaban la existencia de la ciudad. Se documenta además un exorcismo a una esclava de nombre Leonarda, por medio de la cual habló el mismo Lucifer. El Vicario Juez Eclesiástico y Comisario del Santo Oficio de la Inquisición (ideólogo), José González de la Cruz, resultaba el principal instigador de tales creencias, todo para mudar la villa hacia su estancia personal. Estudiado por el sabio Don Fernando Ortiz, se recogió en el filme de Alea aquel raro episodio que se asemejaba a la etapa de oscurantismo en la cultura cubana de los setenta, que hoy se denomina bajo el rótulo de “quinquenio gris”.
En el documental Nunca será fácil la herejía, que consta de entrevistas a notables figuras del cine, se nos cuenta lo costoso que fue hacer ese arte de pensamiento crítico dentro de la Revolución y además lidiar con torquemadas de toda laya, que siempre, bajo cualquier sistema del color que sea, van a existir.
La lateralidad de esa constante que no se asemeja a Sísifo nos muestra otro clásico que veo con avidez: Madagascar de Fernando Pérez, filme que considero ejemplar de cómo el demiurgo se embarra de la historia, al punto de ser capaz de destruir el centro focal de su argumento. No se trata solo de arte bien facturado, sino del ir más allá, propio de los genios. En la famosa escena de los cientos de personas entrando en un túnel o saliendo de él se nos dice: “sálganse de la línea” o como le advertí a la joven realizadora: “…mira más allá de tus comodidades o incomodidades”.
Lo que nació como objeto de feria y que los ideólogos quisieron cosificar está hoy más al alcance que nunca del cine de autor. Algunos de los más grandes directores de la actualidad experimentan filmar con celulares, otros se introducen en el entramado lenguaje de las redes sociales y desde allí narran. Se trata del aquí y el ahora del ser que advirtió Heidegger como marca del hombre caído al mundo. Hay un barro que nos resulta ineludible, está en los temas, en el estilo, en el gran ojo. No se reduce ni a lo grotesco ni a lo bello, sino que abarca al humano como proyecto, como el ser y sus posibles. No obstante, el forcejeo no ceja, nunca tendremos fácil la necesaria herejía.
El demiurgo, el creador, ve más allá, debe salirse de sí, en esa trasposición huirá de los fuegos fatuos del mercado y los favores del príncipe. Deberá pagar un precio por su posteridad y sí, como Janos, a veces sentarse en la encrucijada a mirar, ya hacia el pasado, ya hacia el futuro.
La filmografía cubana, repleta de inquietudes y en un aquí y ahora llamativo, puede conducirse hacia su fracaso o al éxito, todo depende de cómo el hombre-artista asuma su condición, si de manera auténtica o inauténtica. Huir de la cosa, ir hacia el hombre, no ser máquinas. Recordar al viejo y actual discurso de Chaplin ante la caricatura del nazismo.
Como Adán en el Paraíso, ese que dibujó William Blake, somos quienes tenemos la facultad de nombrar las cosas, las cuales existen a partir de nosotros, es el hombre el lugar donde todos los saberes son pensados. Cuando Marx, en su famosa oncena tesis, dijo: “…los filósofos hasta ahora han interpretado el mundo, pero se trata de transformarlo”, no renunciaba a pensar, mucho menos a cuestionar. La praxis transformadora tiene ese momento inaplazable de lo reflexivo.
Hacer cine es pensar desde ese cambio, depende del demiurgo si solo se mira hacia solares de Centro Habana y sujetos vacíos y empobrecidos. Sería ese un aquí y un ahora bastante reducidos. Otras realidades, concernientes al capital mismo que mora entre nosotros como fantasma invisible, resultarían quizás más duras. Hora ya de que se aborden, pues la Habana y Cuba tampoco creen en lágrimas.
Si en lo personal se me pregunta, opino que el cine cubano ha gozado de salud, a pesar de los jalones de la cosificación del mercado y de cierta corriente que tiende a verlo todo solamente como mímesis exacta de una ideología (la cosa sin movimiento).
Falta quizás un espacio más transversal donde pensamiento, institucionalidad y demiurgo se sienten a razonar desde el desprejuicio. Necesario instante donde la praxis deconstruye la cosa ideológica. Debate que establece la libertad y lo indispensable. El demiurgo seguirá yendo más allá de su clase, de su status, si realmente es artista, el proceso está entre sus posibles como ser en este mundo. Balzac, un monárquico, realizó la crítica más veraz hacia la realidad cosificada del dinero como mercancía de mercancías, muy a su pesar se anticipó a lo que Marx definiría como enajenación (las relaciones sociales dejan de ser humanas y se transforman en nexos entre cosas). Cuba no deviene solo solar de Centro Habana ni jineteras ni sexo ni groserías, pero toca al cine, a ese que se sale de su comodidad, decirnos otra vez: “No somos máquinas, sino hombres”.
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