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domingo, 17 de noviembre de 2024

El 94

Poco a poco, la palabra periodo especial tomó otros significados, los sinónimos le daban la vuelta a mi habitación, tocaban el techo de la desmesura...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 04/04/2019
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Peregrinación Santuario Nacional a San Lázaro
Los apagones, en el período especial estuvieron presentes. (Foto: jocymedina.com). (Fernando Medina Fernández / Cubahora)

En el 94 yo tenía cinco años y mi padre me llevaba de la mano al preescolar, las paredes del parque estaban marcadas por esa tristeza propia de los tiempos duros, grises ojos de lo bello ausente, bicicletas apenas móviles que iban no supe nunca adónde, naves que se rompen como deudas rapaces. La vocinglera prensa repetía lo mismo, con la tozudez que solo poseen los tontos y los pícaros: periodo especial.

Hubo muchos términos incomprensibles para aquella mente preescolar, entre ellos: Unión Soviética, campo socialista, PECUS, CAME, Gorbachov, crisis. Otras palabras las fui descubriendo a través de sabores, certezas al vuelo, inspecciones acuciosas, angustias, agobios de medianoche, dolores transitorios que parecieron eternos.

Yo comía un emparedado de yuca llamado tambor, una pizza —también de la omnipresente y casi omnisciente yuca— sin queso y sin puré, una barra de maní hipercara que deglutía como un obseso a las tres de la tarde y a la sombra, una seudopanatela de cumpleaños hecha con polvos de bicarbonato que me entalcaban las encías, un refresco endulzado a la fuerza cuyo sabor aún indago.

A veces, mientras comía, pensaba en mis padres, en su matrimonio casi a pique, en mi abuela siempre a punto de aparecer, en la palabra crisis que ya se mostraba esclarecida y al acecho. No podía aún pensar en mí como un ente sin futuro, pero ya sentí que el peso del tiempo lo determina todo y que en términos de dolor el vocablo periodo resultaba un eufemismo, un escamoteo, la voltereta del payaso, el llanto sonriente.

Apagones, esos sí que los tuve bien presentes, como solo se odia lo que no existe, como solo se anhela lo que debiera estar de hecho y por derecho.

Tampoco pensaba en la palabra matrimonio, pero ese otro dolor tomaba rostro, se metía debajo de la sábana, era como una cara obscena y destructiva, burlesca, familiar a pesar de lo repulsiva, inevitable porque vivió conmigo aún muchos años.

Poco a poco, la palabra periodo tomó otros significados, los sinónimos le daban la vuelta a mi habitación, tocaban el techo de la desmesura, eran vocablos gruñones e impacientes que no soportaban un escape ni un no, por lógicos que fuesen.

Por su parte el adjetivo especial se desperdigó en un verano caluroso, lo vi caerse cuneta abajo junto a una goma de tractor, lo vi por Caibarién a las tres de la mañana mientras le imploraba a la virgen del Cobre, lo vi con cara de perdido y vendiendo helados de fresa en medio de un ciclón que azotó Remedios en pleno día.

Al adjetivo especial solo lo vi en fotos trucadas o que parecían trucadas, en fotos donde todo rutilaba más grande, más bello, menos apretado, menos atemporal; fotos donde solo vi cosas especiales y no periodos, aunque los periodos sí estaban allí visibles y dolorosos. Lo distante es siempre una mitología que nos encanta y engaña.

Debí sortear la palabra matrimonio durante toda la primaria, los escalones que parecían moverse, la inestabilidad, mi delgadez extrema y blanca, aquel hospital y la promesa a San Lázaro con todos los sálvalo, que camine de nuevo, arreglemos la relación y vivamos sin pelear por el niño, para qué si eres como eres y esto no funciona. Matrimonio seguía invadiendo los umbrales de mi pubertad, su cara husmeaba las sábanas, sudaba las almohadas, bebía mi corto café con leche de la mañana.

Aún le temo más a Matrimonio que a la muerte o el diablo, y eso que San Lázaro ha estado allí con sus muletas en medio de escaleras que se caen y discusiones y crisis (esa palabra); Lázaro que me dice volvamos, para qué separarnos, tengo miedo, no quiero compromiso, seamos amantes solo eso, tengo 27 años y no quiero casarme.

Matrimonio dejó el mundo de las palabras hace tiempo, desbarrancó a Especial, obvió al inexistente Periodo, se alió al temible Juego, sí, nuevo vocablo cuyo significado dejó el inocente coto y tornóse seriote, tremebundo, determinante y sucio. A los quince años ya me jugaba todo, el diario hablar y el diario callar (ambos igual de inconsistentes); y cuando digo de aquella ruleta menciono certezas tristes, bicicletas devenidas bicitaxis sin destinos ni ganancias reales, próstatas dañadas, no es para ti, no reclames esto o aquello, compórtate, qué te pasa que no entras por el aro.

Derivé pronto en lo raro, lo derramado sobre el mantel limpio, lo absurdo demasiado lógico entre tanto absurdo habitual. A los 17, la edad militar remarcó ciertos miedos, enarcó mis cejas en un asombro estúpido y obvio que hasta hoy me acompaña, hoy, cuando nada me sorprende porque sería un lujo casi mortal o por lo menos mortífero. Derivé en ese tonto, en ese tipito al que abusamos, míralo solo, qué lástima, y tú quién te crees, busquémosle la quinta pata, pobre.

Matrimonio miraba sonriente y orgulloso, gritaba como el primero, rompiendo como es su oficio, tajando los hilos ya gastados. Era un rostro sin definir, un traspié de la suerte, el camino que conducía al recinto selvático del silencio.

Y yo me hice selvático, porque mi otro nombre fue Lobo Solitario.

Al cabo de veinte años Periodo ya se volvió inasible, inexistente, Especial tornóse distante y provocativo, casi pornográfico.

Ahora he quedado aquí, escribiendo esta crónica, y todo parece más detenido, más infantil y precario. Es como si el 94 se extendiera a lo largo de décadas, un 94 interminable y eterno que trasciende mi vida, la mano de mi papá, el preescolar, los años de estudio y de trabajo. Maldito año en el que todo se detuvo, maldita imagen que se reitera en cada muro gris, ojos tristes, rostro de Matrimonio que me acecha.

Míralo aún solo, los días son desolaciones en serie para él, dejemos que sea la noche definitiva quién lo defina, dejémoslo ahí en ese 94 de la mala suerte, niño de preescolar perenne, anhelo de tantas cosas, después de todo es solo uno más.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación

Se han publicado 1 comentarios


Arturo
 14/4/19 14:51

Genial

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