Decir que La culpa (Den skyldige, 2018) consiste en dos habitaciones y un policía que habla por teléfono sería reducir el cine de “acción” a la gimnasia de personajes y carros, una forma de narración de la que el director de esta película, Gustav Möller, quiere distanciarnos. Sí, La culpa ofrece a nuestros ojos, básicamente, una cabeza parlante, de esta apenas primeros planos, un perfil, muchas sombras y casi todo lo demás fuera de foco. Y no, difícilmente el espectador podrá dejar la butaca, porque todo aquello que no logra ver —lo que escucha y lo que asume—, mantiene las conversaciones telefónicas en estado de tensión, con puntos de giro y datos escondidos; impulsa la historia a ritmo trepidante.
Esta forma de narración, lejos de ser una estrategia de Möller para reducir los costos de producción, marca el horizonte estético de lo que el filme debate: la fractura entre imagen y realidad. El hecho de que el protagonista sea un agente que atiende llamadas de emergencia de la población lo pone en diálogo con el cine de policías y ladrones en términos no solo formales, sino también éticos; además reactualiza la película de cara a los 2000, donde precisamente el funcionamiento policial moviliza sociedades en todo el mundo.
El protagonista le asegura a una niña: “Los policías somos guardianes, protegemos a los que necesitan ayuda”. El director Gustav Möller lleva esta frase —tan bien intencionada como ambigua— hasta sus últimas consecuencias. En la película, el protagonista se pone por encima de la ley escrita y esa otra que llamamos contrato social, y decide quién necesita ayuda y quién no. Cuelga llamadas de emergencia. Acusa, provoca accidentes, desea la muerte de sujetos que cruzan por su línea telefónica, todo con las mejores intenciones. Los espectadores también estamos con él en cada momento, y vamos apoyando cada una de sus decisiones, casi apurándolo a que las tome.
Quizás nosotros, como él, también juzgamos basándonos en imágenes, estereotipos, en el origen, la raza, la condición sexual o política, la edad, quién merece protección y quién no. La ley, divina o humana, se convierte en la película —y en la vida cotidiana, como lo demuestra el asesinato de George Floyd— en una suerte de privilegio que el policía usa para ejercer su propia dictadura del bien.
El tema del hombre que se erige dictador y juzga por encima de la ley, además de ser una práctica celebrada por un sinnúmero de películas de policías hollywoodenses, vive en la médula de una de las ficciones seminales del drama en Occidente: Edipo rey, una obra griega del siglo cinco antes de nuestra era que Aristóteles llamara una tragedia perfecta. El momento en que Edipo, hombre honrado después de todo, descubre el daño que sus excesos han provocado (momento que los griegos llamaban “anagnórisis”), decide arrancarse los ojos. Este acto es en sí el reconocimiento de que las imágenes pueden ser engañosas, y acaso contrarias a la sabiduría.
No es fortuito que una película danesa como La culpa regrese al mito de Edipo, ni que tanto el protagonista como la mujer que intenta ayudar vivan también un momento de anagnórisis, que es, en ambos casos, el regreso de un estado de delirio. Möler continúa con La culpa presupuestos del cine de Dogma 95, que, en el año que le da nombre, intentó rescatar al cine del efectismo tecnológico y devolverle su sobriedad teatral. Ahora, con La culpa, se discute la dimensión ética de ese giro, y cómo la imagen sesgada del cine comercial crea ilusiones de lo que está bien y lo que no.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, no. 176)
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.