Leer nos salva. No importa lo que suceda después: guerras, odios, perder el empleo, ser víctima de maledicencias, envidias… La página escrita es una realidad subversiva que nos restaura, que nos da la vida que otros quisieron quitarnos. Lo supo Ray Bradbury en su novela distópica Fahrenheit 451, en la cual aparece un mundo futuro donde los libros serían considerados fuente de infelicidad y por ende se los prohibía y quemaba. También lo advirtió George Orwell en su inmortal 1984, donde el protagonista Winston Smith vive en una supranación totalitaria, cuyos libros sobre el pasado eran reescritos en función de un discurso presente, de manera que la verdad y la ficción se diluyen en un diabólico mecanismo de dictadura de la mente.
Son los libros, ya lo dijo Borges, los que nos enorgullecen, más allá de las páginas propias, las que dejemos escritas con nuestras pequeñas vidas y dramas. Porque la literatura es un acto de libertad, tanto que durante la etapa de la colonia en América, el gobierno español y la Iglesia prohibieron la llegada al continente de las novelas. En una especie de crítica literaria a lo medieval, los inquisidores decían que aquellas obras eran perniciosas al despertar en los hombres y mujeres el pensamiento hacia una posible vida mejor, y no el resignarse al leve y triste paso por un mundo de lágrimas. Ya las tesis de Bradbury, Orwell y de Aldous Huxley (autor de la distopía Un mundo feliz) flotaban desde los inicios de la letra escrita y el consumo cultural masivo. No en balde las primeras grandes conmociones modernas se dieron a raíz de la aparición de una imprenta que, entre otras obras, difundió la Biblia en idioma alemán, con lo cual el creyente de aquellos días pudo hacer su propia exégesis libertaria acerca del universo de los cielos.
En un mundo donde el silencio de Dios en ocasiones es agobiante, los intelectuales y la gente sensible deberán suplantar esta realidad distópica, autoritaria, por ficciones que la deconstruyen y nos proponen un plano donde la democracia, el respeto hacia el diferente, el diálogo y el estado de derecho reinen. De ahí que la promoción de la lectura, de ese acto hermoso de acercarnos a hitos imperecederos del consumo, nos salve, no se trata de una frase, siquiera de un slogan de campaña, porque todo comienza con un libro. Y hasta pareciera que en nuestra realidad chata vivimos buscando el texto de textos, como mismo lo definió tantas veces Jorge Luis Borges, en sus metáforas de la biblioteca, el Aleph, las mitologías intelectuales o los mundos inventados.
Promover que sea el libro el centro de la vida es volver a la vida. Estamos en un universo de sombras como el que reseñara Platón en su mito de la caverna. El hombre y la mujer batallan ya no en pro de una igualdad, sino que se generan leyes injustas de un lado y de otro, machistas y hembristas, y florecen los fundamentalismos totalitarios de manos de gobiernos que lo tienen todo para controlar hasta el mínimo resquicio de la vida cotidiana. El cuerpo y la mente son campos de concentración, en los cuales la idea de un mundo mejor fenece en medio de fórmulas de culpa o victimización. Y nadie se sienta a analizar cómo mediante el conocimiento y el respeto hacia el otro tuviésemos una iluminación más allá de nuevas guerras e ideologías sin sustento teórico. Marx mismo fue quien señaló el peligro de ver el mundo de manera invertida, eso era de acuerdo a ideas previas, prejuicios, y no a través del prisma del estudio.
Para los que leemos, toda conversación es un acto de relectura y nuestras vidas cobran una dimensión más meditada, menos pedestre. Hay una grandeza que irradia desde el hombre pobre, que sin embargo baja la cabeza ante los libros. Lezama, gran conversador, solía decir que parte de su obra como artista eran las largas horas dedicadas a los amigos que pasaban por su hogar en la calle Trocadero. El libro lo llena todo, y va más allá de ese legajo impreso, tiene una vida metafísica. Las malas personas, en cambio, dicen en ocasiones que leen, e incluso enseñan alguna pericia en pergeñar cuartillas, pero el proceder ético les muestra el diente de la bestia y tienen que retroceder rápido a las barracas malolientes de donde procede la hez de la Humanidad. Leer es un acto de personas buenas, supone un presupuesto ético, y no cae en las demagogias que nos proponen los menores y los segundones, los que una amiga llamó acertadamente “lectores de solapas”, o sea, esos que van a la ficha y no al contenido, que enumeran, pero que carecen de la enjundia de los grandes hundimientos.
Un mundo feliz nos narra lo que estamos viviendo en términos de totalitarismo de la tecnología, pues la transhumanización que refleja Huxley atañe mucho a los proyectos de hoy, que en pro de falsas equidades han quebrado el derecho de la mayoría a decidir y al procedimiento del justo error socrático. Quieren humanoides y no humanos, chips con información controlada en dosis, y no librepensantes que salgan con los libros en sus manos a pedir una suplantación de esta chata verdad. Seamos realistas, pidamos lo imposible, como decían los militantes del Mayo francés del 68.
En todas las distopías el conocimiento se elide, son realidades sin epistemología, por ende el hombre deja de percibir, y de querer cambiar.
En su ensayo La verdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa comienza exponiendo cómo la literatura es un instrumento de verdades aunque se base en las llamadas verosimilitudes. El Nobel peruano, de una valiosa obra creativa aunque de opiniones extremas en materia política, sabe que la lectura, la novela, el cuento, suplantan realidades pasivas mediante fantasías incómodas. Por ejemplo, en su monumental Conversación en la catedral, ese cuestionamiento opera a manera de la visión distópica que se nos ofrece un país estafado por el gran capitalismo, y allí está la famosa frase que Llosa inscribió en la historia literaria: “¿En qué momento se jodió el Perú?” De tal forma, poco interesa que el autor de esta obra milite en la izquierda o la derecha, cuando el lector puede palpar mediante la fuerza de la lectura un libro no sólo maravilloso, sino reflexivo y que empodera en materia de pensar el continente latinoamericano. Pues el autor muchas veces no escapa a las consecuencias de su propia honestidad intelectual.
Leer da vida, la obra sale del autor y se transforma en otra cosa siempre más acabada, de un poder por encima de la circunstancia. Promocionar una vida en torno a los libros, a los llamados grandes textos, será casi el único estado de derecho loable, o ley, que nos queden a quienes miramos con alguna esperanza las ruinas morales de un mundo que se deforma y que pierde sentidos. La ficción será siempre mejor.
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