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lunes, 18 de noviembre de 2024

Aquella voz color de noche

Una voz hermosamente oscura, visceral y tierna, con los matices de la Cuba mestiza, subyugada y guerrera se sitúo en el pentagrama mundial con el sobrenombre de Bola de Nieve...

Dorisbel Guillén Cruz en Exclusivo 10/09/2018
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Bolanieve Villa
Ignacio Jacinto Villa alias "Bola de Nieve".

Cuentan que en un establecimiento mexicano se anunció por primera vez a un tal Bola de Nieve. La idea del sobrenombre fue de la gran Rita Montaner, y desde entonces quedó asociado en el pentagrama mundial aquella voz negra, con semejante paradoja. El Bola se nombraba realmente Ignacio Villa, y ha sido por siempre una de las glorias de la música de todo el universo. Un músico triste que cantaba alegre, con el sello cubano de los cabarets y la música popular, asumido desde una profunda devoción al arte.

En un principio Ignacio Villa quiso ser doctor en Pedagogía, y en Filosofía y Letras; pero la necesidad de apoyar económicamente su hogar le regaló a la cultura cubana algo más. En 1927, la Escuela Normal de Maestros deja de ser el camino elegido por Villa y se abre ante él otra manera de soñar, hacer música. Y desde entonces compuso canciones para vivir en el amplio sentido de la expresión, es decir, para sostenerse económicamente, pero también, para alimentar su espíritu y su alma, para saciar la demanda de públicos diversos, súper exigentes, en cualquier rincón del planeta.

En aquel 1933, los 400 espectadores del Politeama quedaron prendados del inusual Bola de Nieve que interpretaba “Tú no sabe inglé, Vito Manué”. También sucedió con los asistentes a El Principal, Lírico y Cine Máximo, donde lo acompañara el enorme del piano, Ernesto Lecuona. A este prodigio de Cuba y a otros le puso la piel de gallina aquella voz hermosamente oscura, visceral y enternecida, magistral y auténtica; voz de bares, almas bohemias y amores enraizados en el alma; pero también de la cotidianeidad habanera, del folclor, y de la alegría repartera. Su color noche se impregnó en las composiciones de María Grever, Vicente Garrido, Adolfo Guzmán y las suyas propias; arrancaron sentimientos diversos a figuras como Libertad Lamarque, Edith Piaf, Andrés Segovia, Pablo Neruda y muchos otros intelectuales de aquel tiempo.

Y es que la ingenuidad que emergía de su interpretación era mero encanto, porque el Bola comenzó a estudiar música desde los ocho años de edad, y desde que se matriculó en el Conservatorio Mateu en 1923 nunca dejó de ser, más que un profesional, un apasionado de su arte. Bebió de una de las compositoras más ilustres de Cuba, la pianista María Cervantes, hija de Ignacio Cervantes.

Romanzas, mazurcas, valses, danzones, heredó ella del músico cubano más destacado del siglo XIX, y de María bebió Ignacio Villa una variedad de estilos admirable, además de la magistral composición, la preocupación por lo novedoso y una intransigencia con lo exquisito que debe tener cualquier manifestación artística.

Entonces debemos reconocer que a este grande siempre lo acompañó en el escenario algo más que un simple piano y su media voz de manguero. Se trataba de un talento innato, pero también de sus estudios, la fidelidad a algunos preceptores de la más alta representación de la sonoridad caribeña; y por si fuera poco, mucho sentimiento, abundante sentimiento negro y cubano.

Bola de Nieve murió a los 60 años, a tiempo aún de seguir desbordándose sobre su piano. Por eso quizás, cuando ya un primer infarto le anunció la finitud, declaró para Cuba y el mundo: “…los trastornos que me está ocasionando la diabetes no me incapacitan para continuar martirizando al piano y a mi público”. Su legado es también místico, por aquella suerte de viejo cuentero de antigüedades, por la peculiaridad de su sobrenombre, por su piel negra, su voz honda, su expresividad gestual y, por supuesto, por ser una de las figuras icónicas de la Isla.


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Dorisbel Guillén Cruz

Periodista


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