Los hospitales en Cuba huelen a amoníaco. Un hedor horrible que se impregna en todo en el momento que traspasas las puertas del centro de salud. Pero a Gilberto López Cabreja esa esencia le gusta porque lo hace sentirse en casa. Cada mañana, cuando ingresa al Clínico Quirúrgico Docente de Diez de Octubre y recibe el sello de entrada―el olor― sabe que está en su ambiente. Es casi la única forma que tiene de identificar el cambio de espacio: por el olor o por los saludos de los conocidos que le demuestran que ya dejó de ser un anciano más entre la gente.
Camisa planchada, bata de uniforme y bastón en mano, Gilberto rebasa los custodios protectores del lugar al que le ha dedicado casi toda su vida y en el que aprendió cómo se es médico. Se sabe de memoria los baches de la calle que separa el mundo exterior y su reino, aunque haya pasado el tiempo y alguna que otra “reforma”. Su vida anterior lo legó de una excelente memoria fotográfica. En su oficina lo esperan más de diez pacientes de todas partes de Cuba. Legañosos por el madrugón e incómodos por los supuestos asientos ergonómicos de la sala de espera reciben al doctor con agasajos. Asistentes, enfermeras y enfermeros, también lo esperan para acatar órdenes y escribir sus informes: son sus ojos en ese lugar. Gilberto inicia la consulta a las 9 de la mañana. Todos saben que será un día largo donde el ozono superará al oxígeno.
Gilberto para la ciencia cubana es el doctor que fundó en espíritu y piel el Centro Nacional de Reumatología y el que ―ya ciego― ha introducido los estudios del ozono médico en Cuba, logrando avances equiparables a los de los países desarrollados. Para algunos vecinos es el viejo anodino que vive en la esquina de Serrano y Zapote en el municipio Diez de Octubre que siempre va al agro a comprar viandas con sus hijas del brazo. Para otros, es el médico que les ayudó a volver andar, disminuir sus dolores y al que le confían la vida a sabiendas de que su médico no ve.
Nacido en un central azucarero de la antigua Victoria de Las Tunas, hoy provincia Las Tunas, siempre tuvo claro su meta: ser médico. Pero aquel anhelo se vio frenado en más de una ocasión. Por haber formado parte de las campañas de alfabetización, Gilberto obtuvo una beca para cursar el bachillerato en La Habana. Aquí creyó estar más cerca de su sueño, pero casi al culminar el último año del preuniversitario el entonces presidente del país, Fidel Castro, les pidió a los estudiantes que se hicieran técnicos profesionales e ingenieros. Aquellas peticiones no daban cabida a réplica: eran órdenes.
Cumplió dos años y luego consiguió entrar en la escuela de medicina. Cuando se hizo médico ya tenía otra idea en la cabeza: ser reumatólogo. En Cuba a penas se hablaba de aquella especialidad tan compleja. Solo existía un especialista en reumatología en la isla. Aunque su meta era necesaria, Gilberto tendría que detener sus ganas de superación profesional porque, esta vez, el país necesitaba que se incorporara a las filas militares del Movimiento por La Liberación de Angola.
“La guerra es dura”, manida frase que parecen solo comprender aquellos que la vivieron o viven. Cuando llegó a Jamba, provincia angolana a 1000 km de Luanda, poco conocía Gilberto del tal Jonas Savimbi y sus atroces acciones, pero menos aún sabía en lo que consistía un conflicto bélico de verdad. Quizás lo más difícil de una confrontación de esta envergadura sea mantener la mente fría y calibrar los sentimientos. Gilberto lo aprendió a golpe de muertos, heridos, niños y enfermos espías.
En medio de una de las operaciones militares más importantes que presenciaría, comienza a desarrollar un paludismo que se le agravaba con los días. Auto diagnosticárselo le fue simple, pero la cura se escaba de sus conocimientos. Un médico enfermo parece algo anti natura y más en condiciones que ameritan tanta concentración. El doctor del frente de Jamba por antonomasia abrazó sus saberes y se recetó cloroquina, medicamento con una biblia de efectos adversos. La cloroquina le provocó un glaucoma y no le curó el paludismo. Gilberto comenzó a comprender la finitud de la vida.
Sobrevivió gracias a un homólogo de las tropas namibianas de la Organización del Pueblo del África Sureste (SWAPO), quién ―adaptado a tratar las enfermedades típicas del África― le recetó el antídoto que le permitiría regresar a Cuba, convertirse en reumatólogo, enamorarse y formar una familia: comenzar una vida nueva. Pero el glaucoma le dejó como herencia una ceguera gradual.
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Las consultas de Gilberto suelen ser como el florecer de las orquídeas. A cada enfermo le dedica de cuarenta minutos a una hora para realizar el examen físico y conocer cada golpe, síntoma, anomalía; detalles desde la raíz del pelo hasta el terminar de la uña del dedo índice del pie. Cada elemento importa a la hora de diagnosticar y a eso se le suma que, el detectivesco médico, tiene un don especial para enlazar temas. Para él el tiempo va a otro ritmo. Esto suele impacientar a Kenia*―la enfermera que lo acompaña y a la que está adiestrando en la implementación del ozono― quien, más de una vez, le recuerda que fuera aún quedan pacientes.
A sus siete décadas, el paso del tiempo le ha quitado a Gilberto unos pocos centímetros y algo de pelo. El escaso cabello que le queda tiene la forma del coliseo romano: hilos finos color humo alrededor de una coronilla al aire, como si la protegieran de algo. A pesar de ver la vida a negro, se mueve con lozanía, equilibrio, duda poco de sus pasos. Se asiste de aplicaciones para móviles y computadoras que le hablan y las cuales tiene dominadas. Esos suplementos tecnológicos le permitieron no frenar. Así ha logrado desarrollar la mayoría de sus investigaciones más relevantes como las referentes al ozono médico en Cuba. Gracias a eso se comunica con estudiantes y compañeros de todo el mundo quienes cada semana le consultan algún tema. También, gracias a eso, está llegando a la fase final de un doctorado que por estos días le quita el sueño.
―El que no se aferre a la tecnología y al conocimiento es el verdadero invidente ―dice siempre.
Gilberto no cree en deidades ni religiones, pero creyó en el ozono. A la utilización de ese gas le ha dedicado diez años de estudios para demostrar y convencer a todos de sus bondades. Sus investigaciones sobre la ozonoterapia consisten en el empleo de este tratamiento alternativo para curar o aliviar padecimientos reumáticos a través de la introducción del gas al organismo vía rectal o infiltrado. Los beneficios del método solo se aprecian a largo plazo y con carácter acumulativo. Mientras, la fe, las ganas de alivio y las charlas del doctor a sus pacientes sobre los resultados actúan como mantra. La ozonoterapia es casi una religión, pero avalada por la ciencia en la cual ―en Cuba― Gilberto es el dios.
Sus años de trabajo, investigaciones y su hambre insaciable de ciencia se han traducido en amigos, méritos y responsabilidades. Vive en la misma casa hace veinte años: una mansioncita burguesa venida a menos en el punto medio entre el descuido y la reconstrucción. En el interior, se amontonan los muebles clásicos, los sacos de cemento y los objetos muertos fuera de lugar. Prima el desorden, propio de un hogar inmerso en una obra eterna. El artefacto más vivo de ese sitio es el teléfono inalámbrico que ―como Gilberto― nunca descansa.
En medio de la pandemia, sus compañeros de trabajo lograron convencerlo para que se salvaguardara en casa. La orden era cuidarse para seguir ayudando a la gente, pero el doctor tenía otros planes. El confinamiento le valió para levantar una investigación sobre la utilidad del ozono en la prevención y cuidado de los pacientes infectados con el virus Sars COV2- COVID 19. Gracias a ello pudo expandir ese conocimiento por toda Cuba y más allá de nuestras fronteras. El resultado final fue publicado en el prestigioso Diario de la Asociación Médica Estadounidense (JAMA por sus siglas en inglés).
Recientemente tuvo un trombo en la pierna izquierda, padece de gastritis, diabetes e hipertensión; pero eso le es irrelevante. Entre sus planes no está retirarse. De lunes a viernes es el médico fundador del Centro de Reumatología, jefe del departamento de ozono del mismo y como tal se pasea con báculo, bata blanca y camisa. Los sábados y domingos es Gilberto el constructor, el padre inquieto, el albañil por obligación, el que se ha propuesto dejarles una casa digna a sus hijas para que “no dependan de nadie”. Los fines de semana va descamisado y con las manos llenas de arena y cemento; anda sin bastón porque conoce el orden de los muebles de su hogar y si tropieza con algo, mejor, así aprende.
A las 4 de la tarde los consultorios terminan y Gilberto no duda que ha acertado más de un diagnóstico. Casi todos sus pacientes abandonan el centro papel en mano lo que indica que recibirán ozono próximamente. Al desandar el camino de vuelta al mundo exterior, el doctor sabe que le queda faena aún porque está seguro de que, como dice él: “moriré dando consulta”.
EDUARDO
5/6/24 15:56
He leído el artículo y lo único que se me ocurre decir es que ud. Dr. es alguien extraordinario y merecedor del mayor respeto y admiración de todos cuántos lo conocen o saben de ud. Le deseo todas las cosas buenas que puedan haber en el mundo y si la eternidad existiera, muchas, muchas personas se la desearían de corazón. Doctores de bata y de corazón cómo ud. estamos necesitando y muchos!!! Gracias de corazón, Dr.
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