La casa limpia, limpia como no lo estaba hacía meses. Sin juguetes debajo de los muebles ni arrugas en los forros de los muebles. Cada cojín en su sitio, la ropa doblada en las gavetas y no sobre alguna silla.
El cesto de lo sucio, vacío. Nada fuera de lugar, ni libros ni crayolas ni pedazos de pan prehistóricos.
Pero ya empezaba a aburrir darse ese baño con agua caliente sin nadie expectante tras la cortina, y leer poesía con los pies arriba del sofá, sin que te lleven el lápiz o te dibujen la página, y también ver la televisión sin que te halen el pelo, la blusa... te baboseen o te saquen el aire de un manotazo bienintencionado.
Qué raro hacer una llamada de trabajo y no interrumpirla gritando: «Niño, sácate eso de la boca», y escribir el comentario de un tirón, sin que te toquen la laptop o te pidan agua, postre, sillón...
Qué inusual, casi impostado, ese silencio tan deseado antes y tan inhóspito luego.
Pero ahora, que ella y él han regresado, y ya viraron el cajón de los juguetes, y tiraron comida al suelo, y se comieron medio flan, y me arrancaron los espejuelos, y me besaron y los besé, y me abrazaron y los abracé, entiendo que no importa lo sucia que esté la casa, ni lo regada, ni el ruido, lo que la convierte en un hogar, en un planeta llamado Felicidad, es que mis hijos la habiten y me habiten.
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