Hay un silencio peculiar en el barrio. Claro, el resto del mundo está trabajando a esa hora. Yo no. Yo no he podido salir de casa porque amaneció con tormenta y mi hija y mi hijo se quedaron conmigo.
Es hora de la siesta. Nos acostamos los tres en la cama grande, yo en el medio, para evitar conflictos. Protestan un poco por tener que dormir. Pero están cansados y habituados a ese rato de sosiego. Les leo un cuento. Se pegan a mí. Hace frío, enseguida se les cierran los ojos.
Y ahí me quedo, atrapada por sus cuerpos diminutos, ¡pero ya tan grandes! Siento sus respiraciones, sus olores, y una oleada de emoción me inunda. Por un instante, me los imagino ya hombre y mujer, tan alejados de este momento en que soy parte vital de su existir.
¿Dónde irán a dar? ¿En qué trabajarán? ¿Me amarán tanto para entonces? ¿Habré sido una buena madre y lo seguiré siendo?
- Consulte además: Ser mamá, ser un nido
Lo único que me queda claro es que un día extrañaré justo este instante de estar en el medio de sus abrazos, sus manos pequeñas de uñas un poco sucias sobre mi pecho, y donde no existe ni importa nada más que nosotros. Un día, seguro, agradeceré los días de no ir a trabajar para cuidarlos y querré volver aunque sea por un ratico a alzarlos, pequeñísimos aún.
El amor de madre oficia con la nostalgia; se nos escurren, día a día, sucediéndose en múltiples versiones de sí mismos, y las amamos todas y cada vez más.
Mucho se habla del amor romántico, del de pareja, pero qué difícil explicar y desentrañar ese otro que sentimos por los hijos y que asumimos como una misión para siempre, como un desgarro del propio cuerpo que anda por los caminos, llevándonos.
No es solo la incondicionalidad, es la fuerza, es la alegría y es la felicidad cuando los vemos plenos, sanos, listos para ser más allá de nosotras.
El amor de madre se debate entre el aferrarse y el dejar ir, entre las culpas y los orgullos, entre el instinto y la opinión ajena.
El amor de madre nunca se cansa de amar, nunca, y ahí su singularidad: la infinitud; con perdón de Quevedo, es el verdadero amor constante más allá de la muerte.
Cuánto mejores quisiéramos ser para quienes hemos engendrado (con el cuerpo o con el alma), mujeres con menos defectos, con la posibilidad de no cansarnos y de ponernos a jugar con espíritu infantil.
Cuán frágiles nos descubrimos en sus enfermedades y peligros, cuán desoladas. No hay amor sin vulnerabilidad, como no hay amor débil.
Habrá quien no ame a sus hijos, pero muchas otras los adoran desde sus falencias y virtudes de mujeres reales. Me atrevería a decir que esa forma de querer "demente" es la que mantiene en pie la humanidad. Si algo nos queda de cordura como especie, busquémola en esa furia con que una madre cría y protege.
El amor de madre nos puede enaltecer y libertar si renunciamos a prejuicios, a presiones externas, a la posesión, y abrimos paso al disfrute de la experiencia, a la información y la bondad.
Es mucho para pensar, pero cuando mis hijos duermen junto a mí, en nada pienso que no sea en la fortuna de ese amor que es más grande que cualquier otro sentimiento que se pueda experimentar, más grande que yo y que todo lo que conozco, un amor por el que vale la pena vivir, sin dudas.
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