El fútbol por definición resulta un juego desagradecido. Vive por y para el triunfo. Con temeraria voracidad engulle aquellos resultados capaces de generar el estado de ego preciso para considerar exitoso un proyecto y con extraordinario desenfado desecha métodos y formas. Por eso, cuando se habla del Atlético de Madrid, a estas alturas pocos sopesan la Liga arrancada al siempre poderoso Barcelona, la Copa del Rey conquistada a base de empuje, la Europa League dedicada a los incrédulos o, incluso, las finales de Champions frustradas por el azar.
Quizás sin la estridencia de quienes se anuncian la quinta esencia del balompié, el antaño habitual en la zona mediocre de la tabla de posiciones creció, y con él, la ambición al comienzo de cada temporada. Porque aun ahora, en medio de una auténtica crisis de identidad y con una de las versiones colchoneras más erráticas desde la llegada del argentino Diego Pablo “El Cholo” Simeone al banquillo, el haber coqueteado con la élite demanda cuanto menos orgullo.
Aunque el cierre de la campaña anterior supuso el agotamiento de una camada de futbolistas forjados en la austera ideología del sacrificio, la renovación apenas padeció del enfermizo complejo que supone a los vecinos del río Manzanares un equipo inferior. Los 243 millones de euros destinados a la compra de ocho jugadores—Joao Félix incluido—arrancó del imaginario popular cualquier vestigio de selección humilde y a puro golpe de talonario exhibió una jerarquía sin precedentes.
La incorporación de cromos sobre el papel aptos para generar un estilo apegado a la filosofía de la asociación y la verticalidad endulzó la imaginación a más de uno, pero nada más. Si bien Simeone intentó en un principio desplegar performances mucho más alegres, cuando se sintió desprotegido en exceso de manera intuitiva regresó a su zona de confort, a la solidez defensiva y al contraataque como recurso por excelencia.
Sin embargo, por más que el míster repita esquemas e intenciones, sabe de sobra que este “nuevo” conjunto rojiblanco no puede ni debe parecerse a ningún otro. Las ausencias de Godín, Juanfran, Rodrigo o Griezmann prácticamente anulan el trabajo de años y entiende que se hace imprescindible comenzar otra vez. Aparece entonces la interrogante: ¿Debe el Cholo modificar su guion?
Hasta la fecha, Salvo Herrera y Correa, casi nadie ha digerido el mensaje de asumir el rol de obrero para emplearse allí donde el ritmo del partido exige líneas apretadas, desdoblamientos y, por supuesto, la pierna fuerte. El cholismo acusa a su principal teórico de incapacidad para colocar las piezas en las áreas más favorables del campo, aborrece el reposicionamiento de Saúl y exige cuanto antes el despertar de Thomas Lemar y la adaptación de Joao Félix. Encima, la lesión de Diego Costa y la apatía de Álvaro Morata de cara al arco rival abrió un abismo en la delantera de una escuadra que, pese a los chispazos de Vitolo, carece de un centrodelatero de clase.
Nadie le pide al “Aleti” desterrar los principios en los que se funda su esencia futbolística, pero desaprovechar la oportunidad de construir nuevos valores basados en la solidez de una propuesta mucho más dada al ingenio que a la épica significaría negar el desarrollo de la última década. Mientras cuente con crédito, Simeone tiene la obligación de llevar a la escuadra madridista al siguiente nivel, y si le parece innecesario, debería apartarse.
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