jueves, 18 de abril de 2024

La palma de la mano

un blog de Luis Sexto Sánchez

El pueblo de villaverde

San Diego de Núñez no aparece, ni como excreta de mosca, en el mapa de la geografía política. Pero su pequeñez no impidió que fuera una de las capitales, uno de los poblados matrices de la literatura cubana. ..

Luis Sexto Sánchez
en Exclusivo 10/11/2012
1 comentarios
Cecilia valdes
Cecilia valdes

La luz del atardecer se fragmenta. En el alma del viajero se refleja  la melancolía  que  viene desde el paisaje silente, incoloro de un día que se pareció a otros días iguales 200 años atrás… Acabo de llegar a San Diego de Núñez. Y ante la vista del lomerío que lo restringe,  uno  comprende la incapacidad del poblado  para desbordarse y diversificarse en su configuración alargada y escueta, aunque la gloria no dudó en elegirlo como cuna.

Desde sus primeras casas, San Diego de Núñez pervivió adscrito como barrio a Bahía Honda, y luego a Cabañas, y otra vez a Bahía Honda, entonces en Pinar del Río. No aparece, ni como excreta de mosca, en el mapa de la geografía política. Se extravió en la modorra del campo. Y en la toponimia sin importancia. Pero su pequeñez no impidió que fuera  una de las capitales, uno de los poblados matrices de la literatura cubana. Su nombre, sus paisajes, la rispidez de sus tierras, perviven en las obras fundadoras del escritor que, amando a su mínimo y opaco lar, aprendió a querer a Cuba. “Nuestro coterráneo Villaverde”, afirman allí donde, a cambio de la desmemoria que sepulta al pueblo, preservan el recuerdo precario y  el busto pobre del autor de Cecilia Valdés.  

En un momento, cierto auge lo espabiló. Su única calle, en una época de tráfico, compuso un tramo del Camino Real que conducía del norte de Vueltabajo a La Habana. Y por ello, cuando en 1805 los vecinos de San José de Granadillar, asentamiento costero, empezaron a mudar sus enseres y techos para procurar la seguridad de las lomas ante los ya en decadencia bandidos del mar, fueron edificando junto con las casas, a partir de la iglesia, tres o cuatro tiendas para servir a los viandantes. Por entonces esa zona, cerca de  Bahía Honda, hervía de trapiches y de azúcares en un entusiasmo que provenía del este hacia el oeste.

Del pasado permanece aquí el paisaje que, visto desde la colina donde se aplana el pueblo, reluce con sus hondonadas y alturas como la certificación histórica de que los hombres pasan, se suceden, y la visión natural persiste inmóvil e imponente. Y permanecen también dos panteones, cuatro paredes ruinosas y algunos pedazos de mármol del primitivo cementerio. Ya no es un camposanto. La maleza lo desfiguró. Es un yermo que se afinca sobre una huesa ya sin nombre. Arrinconadas, como monumentos colindantes de patios vivos de humanidad y cloqueos, ambas tumbas, en forma de nichos o de gavetas, aptos para un par de ataúdes, se alumbran el día de difuntos con las velas que los vecinos les encienden en repetido culto a sus imprecisos antecesores. Más acá, una lápida de piedra, recostada a un árbol, anuncia que  perteneció a don Agustín Peyret, fallecido el 2 de junio de 1850. Entre esos vestigios luctuosos, ante la crónica sobria de la muerte, y por la presencia del mármol y la solidez de los sepulcros aún enteros, uno admite que ciertamente el pueblo respiró jornadas de prosperidad. En época de esplendor fue partido de tercera clase, y lo componían las haciendas de San José de Granadillar, La Seiba, San Blas y Santiago.

El novelista primordial  del siglo XIX en Cuba nació 28 de octubre de 1812 en  Santiago, ingenio construido a fines del siglo XVIII a la vez que el Nazareno, El Recompensa, el San Juan de Dios. De aquella fábrica azucarera, surgida en  la explosión de caña y dulce que entonces encandiló a los cubanos, perdura  hasta hoy el nombre, batey al borde de la carretera entre Cabañas y Bahía Honda, donde aún se conserva una casa renqueante de ladrillos acostados y techumbre cubierta con tejas francesas, edificada mucho más de un siglo atrás, y en cuyo patio se oxida un antiquísimo tacho metálico, caldero enorme donde se cocinaba el guarapo.

El propio Cirilo Villaverde confesó en su Excursión a Vueltabajo que la gloria de San Diego de Núñez radicaba en haber encantado la infancia inocente y juguetona del escritor. Quizás Villaverde escribió el relato de su excursión para perpetuar los valores humanos y paisajísticos del pueblo donde residió su niñez.  El padre, don Lucas Villaverde, era médico del ingenio. Los primeros años el niño los vivió frente a la Sierra del Rosario.  Desde la parte trasera de la casa, espacio que hoy ocupa otra vivienda, el párvulo pudo arrobarse, embobarse, ante un valle abrupto, alfombra que de pliegue en pliegue se empalma con la base de la sierra, azulenca, neblinosa, en un fondo un tanto lejano, pero asible por los ojos. Ante esa visión, la sensibilidad del escritor  no tuvo tal vez  otra opción que  poetizar, en su prosa minuciosa y leal, aquellos parajes en los que germinó su identidad.

La familia Villaverde y de la Paz pasó en 1819 a la cabecera del partido. Aún San Diego de Núñez era un caserío escuálido como perro sin casa, estimulado en su aburrimiento por el paso de algún viajero sobre una bestia de monta, o a pie con un gallo de lidia acunado en un sombrero de guano. En torno: café, cañas, ganado. Más de 400 caballerías de tierra lo rodeaban pregonando riquezas que uno de los propietarios, Núñez, al ceder un área para el poblado, posibilitó que se acrecieran. Núñez, dicen, se nombraba Diego. Y de esa coincidencia proviene el nombre del pueblo, y del santo patrón de la iglesia, San Diego de Alcalá, cuya cabeza de madera sobrevive magullada en el museo de Bahía Honda.

La oscuridad nocturna en medio de la serranía inspiraba al niño nostalgias de cualquier parte, miedos de cualquier cosa. Opresión de la noche que se vuelve más desolada en la soledad. El pueblo comenzó a despegar en 1832. En el 46 el censo indicaba 260 habitantes. En el 63, 701. Pero Cirilo, el niño, ya lo había abandonado. Cinco años después de haberse trasladado desde el Santiago a la casa cómoda que el padre construyó en San Diego, el muchacho, con once años, partió hacia La Habana a estudiar. En la iglesia había aprendido a leer y escribir. Mas, faltando el cura, el doctor Villaverde envió hacia La Habana a aquel hijo, uno entre nueve, en quien tal vez el padre previó cualidades que el tiempo confirmó entre contradicciones: don Lucas será uno de los supervisores de la cuadrilla de Francisco Estévez, el rancheador, cazador de esclavos; Cirilo, su hijo, escritor antiesclavista…


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Luis Sexto Sánchez

Periodista de oficio y de alma. Maestro de generaciones. Premio Nacional de Periodismo José Marti por la obra de la vida. Autor de la columna "La Palma de la Mano" en Cubahora.

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Nureya
 12/11/12 11:45

Interesante e instructivo, como siempre.

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