El problema es que, desde atrás, ni se ve ni se escucha y uno apeas logra tararear las notas que identifica de algún himno. En medio de esa orfandad que es lo confuso, todo se acaba, y, de entre la gente que se va, nacen de un golpe muchos golpes y se forma la rumba. Solo a partir de entonces, en este cinco de mayo que pretende modales de primero, la retirada se trastoca en ofensiva.
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Juan Carlos Pascual está llamando a Diosmely Chavao, el Majá, para que venga. Vamos a estar aquí hasta que tú llegues, le confirma. Son las nueve, las diez, las once y andamos tirados en el parque de la Normal, a la sombra de unas matas, a los tragos de un ron que no está malo y que están dando, más o menos a precio de cochino enfermo, en esa pipa que se ve a unos metros.
Los músicos discuten de cualquier cosa. Cuando más gritan, el dilema versa sobre si el bar Asturias está en no sé que calle o si el bar que está en no sé que calle en verdad se llama Asturias. Cuando más bajo hablan, mencionan dineros que se están perdiendo en algún eslabón de la cadena, “porque no puede ser que yo, que estoy haciendo todo el trabajo, que me estoy jodiendo las manos contra el cuero del chivo, me vaya en una tarde con 200 pesos y tú, que no haces nada, con 10 mil”.
Juan Carlos tiene la palma de la mano rajada en dos por una herida grande, abierta, dura y húmeda que le viaja por una de esas que, se dice, muestran el destino. Ayer me pasé, dice Juan. Fui tocando hasta el Canal del Cerro y del Canal hasta Atarés, y la verdad me pasé. El problema es que yo hace rato no tocaba y, además, como soy fisioterapeuta, masajista, trabajo con aceites y cremas que contienen químicos.
Uno de los tres hermanos Querol Benjamín, mientras enseña la rajadura roja en la falange del índice, explica que los callos, de tanto dar golpe en piel de chivo, se ponen reduros y se parten.
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Ángel Pedroso, un abakuá viejo y desconfiado que comanda a los Marqueses de Atarés, dice que tocan en todos lados, un día tambores, otro cajón…y con las manos reventadas están tocando hoy también, porque hay que lucir y porque es parte de nuestro trabajo.
Mezclados con los Marqueses, están los rumberos de Habana Sitios y La Giraldilla. Hoy Ángel no solo los comanda a ellos, hoy Ángel tiene a La Habana en el bolsillo, en una mano. Cuando lo ordena, la rumba arranca y La Habana que la escucha arranca, como loca, tras esa rumba en la que caben todos. Cuando Ángel, de un gesto crudo, cierra el puño, los tambores paran y La Habana para también, sale del trance y sigue en lo suyo, sigue en algo, en otras cosas.
Ángel dirigió la orquesta, que es dirigir la marcha, por Infanta hacia arriba hasta que el tráfico creciente lo obligó a escurrirse por los intríngulis de Centro Habana y El Cerro.
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No hay ley que modere una comparsa cuando se desata arrabalera. Hay un pare en la esquina y la comparsa no para. Una flecha hacia abajo y la comparsa hacia arriba. Las mujeres que llevan carteles y banderas detienen con soberbia autoridad lo mismo el tráfico de callejones, que de calzadas, que de avenidas. Los músicos se van turnando y Juan envuelve su mano rota en un pañuelo rojo y sigue dándole al cuero y la gente sale al balcón y ríe y camina por la calle defendiendo todo lo que pueda ser que esté defendiendo esta comparsa, que, como mínimo, es la alegría… y defender la alegría, reivindicar ese derecho, en cualesquiera de sus formas, resulta algo que no es exactamente poco.
Hoy la comparsa sigue a Ángel y La Habana a la comparsa. Tales dimensiones políticas tiene, mientras suenan los cueros y chincharros, el poder de este rumbero viejo.
UNA BRONCA EN INFANTA
Es como el choque seco de dos carros cuando la comparsa se detiene de un golpe y “algo pasó, que se paró así de pronto” y gestos bruscos y gritos sin el fondo de tambores. Horas más tarde nadie dirá por las claras lo que fue, como minimizando el hecho: que si un pisotón, que si la vista de este encajada en la cintura de aquella, que además andaba con aquel.
Horas después solo queda esa imagen de Alexis “P-14” Barol López, queriendo irse por encima del mundo con los ojos perdidos y la boca sin frenos. La imagen del mundo intentando contener a Alexis, que está fuera de sí o en un sí distinto al de antes y después, que es el sí de la risa noble y loca suya cuando, con el dorso desnudo y la mitad de las nalgas para afuera, atraviesa La Habana como un puñal y la arrastra tras él, como una estela de sangre, buena sangre, viva, mientras toca el tambor pesado que le cuelga de las pistolas.
Hay una cosa inquietante y jodidamente familiar en esta furia incontenible de Alexis. Es la estampa del límite. ¿Qué es el primero de mayo si no una fecha de límites? El límite de aquellos de Chicago, el límite de sus asesinos, el límite de todos los años que han venido después y que han tenido a bien resguardar el instante como símbolo de quienes no aguantan más.
Por lo que se cuenta en ciertos libros, uno se dibuja las guerras, las guerras de las que estamos hechos, como espacios de un valor sin manchas, con violines de fondo, donde la gente que fuimos y hemos sido vive y muere estoica. ¡Cuidado! Suele tratarse de la imagen del engaño, de la farsa que siempre acaba robándoles las revoluciones a quienes las hacen, a quienes las mueren. Es el germen colonial que deja de ser germen cuando saca los dientes tras la servilleta. Es la farsa que habla piadosamente de nuestro folklore, de costumbres, cuando la cultura toca tambor y risotadas en las calles. Es la farsa que habla, horrorizada, de marginalidad y vulgares, cuando la cultura se le enfrenta.
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El rostro de Alexis —sus gestos, su estampa toda en lo que parece la amenaza de una bronca absurda en medio de una Infanta de tumultos— estremece, porque desnuda la rabia ciega con la que hemos sido un poco más libres, un poco más nosotros mismos; porque ilustra la irracionalidad de la esperanza, que siempre juega con por cientos en contra.
Uno ve la cara de Alexis, dispuesta todo, sin medir nada, desencajada y mortal, y piensa en Carlota y en los sesentas, setentas y noventas de nuestro siglo XIX; en las calles, sierras, ciénagas, Áfricas, Américas, Asias, selvas y desiertos del XX; uno piensa en la cara que hemos puesto cada vez que han dicho no se puede y se ha tenido que decir, sin muchas delicadezas y de distintas y cubanas formas, no me da la gana.
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En el parque de la Normal, donde descansan, el Majá no llega. Juan Carlos le dijo que estábamos en un parque que no es este y ahora anda más lejos, más, y tiene que llegar el Majá, para que toque y porque Juan Carlos ya dio su palabra de que sin el Majá no se podrá partir.
Mientras, este niño de diez años está pegado a un tambor. Este niño de diez años es el orgullo de estos hombres. Dicen que, cuando baila abakuá, rebaja hasta a los grandes. Hace unos días fue tanta la sorpresa de los mayores que le quitaron la capucha del traje —ellos pueden— y ahí mismo le dejaron dinero.
Alexis “P-14” anda de arriba para abajo con una trompeta remendada con cinta adhesiva, montándose, como puede, a oído, sobre los ritmos de Alexander Abreu que llegan desde las Bocinas. Pide dos cigarros, busca ron, comparte, pide… y suena la trompeta, nunca por más de cinco segundos, siempre a disparos, ráfagas cortas de no más de tres o dos.
Y se preparan para salir, porque el majá llegó ahora y ya se engancha el tambor en la cintura. Con el sol de las once y tanto del día, justo a la entrada de la Normal de Maestros, se retoma esta rumba que ya va entrando, en ataque mortal y definitivo, a las entrañas de Ataré. De las entrañas de Ataré, sale al paso la gente, como posesa, detrás de los tambores, que a su vez van detrás de dos negras lindas e impuras que llevan en sus manos, mientras mueven sus nalgas, una foto de Fidel, una bandera de Cuba, un cigarro y un trago.
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