Ordena un antiquísimo mandato de la ciencia médica: “Ante la duda, absténgase”.
Y ojalá… ojalá quienes nos movemos en los medios de difusión hiciéramos nuestra esa vieja advertencia.
Sí, queridas amigas y amigos dilectos, comadres y compadres, nos hace falta un poquitín de humildad, para sólo pronunciarnos en cuanto a lo que realmente sabemos, pues de lo contrario nos podrían aplicar aquello de “¡Qué osada es la ignorancia!”.
¿Me pedían ustedes un ejemplo que ilustre tal situación? Pues allá va, con pelos y señales.
Cierta vez, mientras un ciclón atravesaba nuestro territorio, dejando un rastro catastrófico, la televisión desplegó una plausible labor informativa, siguiendo cada paso del meteoro. Y de pronto… de pronto, oh Dios mío, surgió una voz para explicarnos, profesoralmente, que la palabra huracán la habíamos heredado de los mayas.
Ahí mismo a mí me entró Changó con conocimiento, como dice el pueblo. Y, como también pronuncia el habla popular, me viré pa’ tercera. No exactamente hacia la antesala, sino para el respetabilísimo Diccionario Webster, y para el también venerable Diccionario Etimológico de Joan Corominas, que ambos a mano tengo.
Y ahí estaba, más clarito que el agua tridestilada para inyecciones. En los dos casos se decía: “Voz procedente del taíno”.
Pero hay más: el término huracán ingresó en el castellano varios años antes de la conquista de México. Conclusión: para hacernos llegar esa palabra, los mayas deben de haberlo hecho por telepatía. O quizás… ¡quizás tenían teléfonos celulares!
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