Afirmaba George Washington que “perseverar en el cumplimiento del deber y guardar silencio es la mejor respuesta a la calumnia”. Con todo el miramiento que puede inspirar el prócer virginiano, dígase que uno no ha de encontrarse, necesariamente, de acuerdo con lo por él expresado.
Sí, porque a La Calumnia —retratada ya en la mitología clásica junto a su amiguita La Envidia—, a La Calumnia, decía yo, hay que salir a combatirla con todas las armas y bagajes —porque es lid interminable—, sin concederle ni una miserable cuarta de tierra.
Para introducción, ya va para largo, y no andemos con Belén —el de Radio Progreso— y los pastores. Vayamos al grano.
Anda por esos andurriales de Internet un artículo,(1) firmado por Miriam Leiva, donde se dan convocatoria —con participación al serrucho— ignorancia y vileza.
El método que aplica el artículo es súper exitoso, aunque no inédito. Lo de entrevistar a los muertos ya lo ensayó Papini en Gog. Situar al protagonista andando por el trasmundo del brazo de Napoleón y Bismarck tampoco es novedoso. Véase la deliciosa e inconclusa novela El soldado desconocido cubano, donde ese grandísimo chivador que fue Pablo de la Torriente Brau pone a un putañero de Santiago a departir con todos los grandes combatientes de la historia.
Pero en el artículo aludido pronto la incultura sale al escenario, descocada, impúdica, a calzón quitado. Por ejemplo: ¿qué es eso de Carlos Marx? No conozco a nadie así llamado, aunque sí a Karl Marx. (No se trata de impertinentes exquisiteces. Porque, dígame usted, ¿le gustaría ver escrito Joseph Martí o Anthony Maceo?).
La autora evidencia una indecorosa carencia de información. Así, resulta que El Caballero de París es “oriundo nadie sabe de dónde”. No lo sabrá ella, enciclopédicamente iletrada, como casi todos los que escriben en Encuentro desde que se murió Jesús Díaz. Hasta las piedras conocen que El Caballero nace en Vilaseca, Fonsagrada, Galicia, a las 11:00 de la mañana, en el día 30 de diciembre de 1899, hijo de Josefa Lledín Méndez y Manuel López Rodríguez, viticultores, y que lo bautizan como José María. En su lugar natal iba a sufrir el primer gran golpe de su existencia aperreada: se le muere entre los brazos su noviecita, Mercedes, hija del médico de la villa, sitio que abandonaría cuando iba a cumplir catorce años para venir a Cuba.
Como al principio dije, la ignorancia estableció alianza con la maldad. Sí, nos informa Leiva que El Caballero “casi feneció cuando la revolución decidió que no podía haber vagabundos y lo llevó para el Hospital Psiquiátrico Nacional, lo bañó, cortó barba y cabellos profusos, y le quitó los periódicos y revistas que completaban su exclusiva imagen. Ante el peligro de fallecer de tristeza, afortunadamente, fue excarcelado de aquella prisión, que nunca comprendió pues no había cometido ningún delito, ni siquiera el de opinar”.
A lo largo de este farragoso párrafo, ni una mínima verdad asoma su cabecita tímida. Por bastantes tribulaciones transita mi país —lo cual le revienta los compañones a uno— para que alguien venga malintencionadamente a fraguar amarguras falaces.
El Caballero de París fue tratado como correspondía a su abolengo nobiliario (¡al menos una vez acertamos!). Durante su existencia nómada —a la cual no quería renunciar— disfrutó de una dispensa: se sentaba en cualquier fonda y se nutría sin desembolso. Más de una vez comió junto a mí en los Marinits habaneros, desplegando al yantar unos modales que él consideraba versallescos.
Cuando ya era un guiñapo que no podía ni caminar, el 7 de diciembre de 1977, fue internado en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, única forma de mantenerlo con vida. Allí lo atendió el doctor Luis Calzadilla —subdirector de tal centro—, quien después le dedicaría un libro.(2)
Era queridísimo por su caballerosidad con las enfermeras —como le correspondía—, quienes comentaron que se comportaba muy galantemente con ellas, excepto cuando tenían que bañarlo. Gustaba referir los lances de sus hijos, que –según su imaginación— se desempeñaban como feroces piratas, intrépidos hermanos de la costa que andaban por esos mares dejados de la mano de Dios.
Muere el 11 de julio de 1985, a la 1 y 45 de la madrugada, a la edad de 86 años. Fue enterrado —ahí sí que la c…amos— en una fosa anónima, pero mi hermano Helio Orovio se ocupó en deshacer el entuerto: rescató los despojos y le edificó una tumba digna, pagada de su bolsillo, en el cementerio de Santiago de Las Vegas, donde hoy precisamente reposa el nunca bien llorado Helio.
No quiero llover sobre mojado en cuanto al historial tétrico del hospital, fundado en el 1857 como Casa General de Dementes de la Isla de Cuba, en terrenos de Don José Mazorra. Se conservan fotos e imágenes cinematográficas de los años 1950 —elocuentísimas— que reflejan a aquellos dementes subnutridos y plagados de caránganos. La indiferencia de los mandantes en la nación, y su militancia en las huestes de Caco, hicieron posible que el sitio deviniese la delegación diplomática del infierno dantesco en Cuba.
Y entonces pasó… lo que pasó. Un viento de justicia y adecentamiento nacional comenzó a recorrer el país. Y en la mañana del 9 de enero de 1959 hacía su entrada en el hospital psiquiátrico habanero un combatiente de pobladísima barba, quien, sin proponérselo, acababa de comenzar a erigir su propio monumento en vida.
Era un hombre de 37 años, médico anestesista, fogueado en la lucha clandestina antibatistiana —estuvo preso trece veces—, y que se había sumado a las huestes rebeldes de la Comuna 1 José Martí.(3)
En torno a él, los milagros —así, en plural— se convirtieron en rutina cotidiana. Su secretaria era una internada que exhibía con orgullo el expediente donde se hacía constar que ella era esquizofrénica. O una pobre loca, entonando el Ave María de Schubert, acompañada por la orquesta del hospital. O un desequilibrado pitcher en el equipo de aquella institución, que durante una práctica se empecina en lograr el mejor screwball del mundo. O el psicópata jardinero cuya vida gira en torno a los trasplantes de los rosales que hermosean el establecimiento.
A modo de final, una recomendación para la autora del articulejo. Señora Leiva, encamine nuevamente sus pasos hasta la estatua de El Caballero, pero antes proceda a sanear el conducto auditivo y la sensibilidad del alma. Si tal hace, escuchará a aquel símbolo de La Habana contarle de cuánta ternura fue receptor durante los 7 años, 7 meses y 11 días durante los cuales se residenció en Mazorra, donde sintió que el culto a la dignidad plena del hombre también hallaba destinatario en un pobre “loco cuerdo” —parafrénico— como él.
Después, señora Leiva, enfoque un buen telescopio hacia las inmensidades celestes y distinguirá al comandante Ordaz mientras juega béisbol, cría gallos finos y toca trompeta —sus pasiones terrenales— en ese Paraíso que nos prometen a quienes, sin llegarle a los talones, aspiramos a ser, sencillamente, buenos.
NOTAS:
(1) Miriam Leiva: “Carlos Marx anda La Habana”, en www.cubaencuentro.com, 10 de mayo de 2012.
(2) Luis Calzadilla Fierro: Yo soy el Caballero de París. Badajoz. Editorial Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz, 2001.
(3) Qué dicha: aunque fugazmente, tuve la oportunidad de tratarlo, cuando yo correalizaba un teledocumental sobre el establecimiento. Un día le preguntamos dónde le gustaría estar si no fuese el Director del Hospital Psiquiátrico de La Habana. Excepcionalmente, se quitó el sobrero alón, y dijo sin dubitaciones: “¡En el Ejército Rebelde!”.
Señora, ¡deje reposar en paz al caballero!
Una sarta de mentiras en torno al legendario personaje...
en Exclusivo
22/07/2017
1 comentarios
409 votos
Yeny
27/7/17 11:39
Me gustó su artículo, si hubiere empleado un lenguaje más aterrizado, muchas más personas lo hubieran leído-entendido. Para decirle a la Miriam que lo que había escrito era una m....da no tenía que haberlo hecho con tanto rodeo, sólo con exponer su verdad.
Me gustó mucho lo que escribió.
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