sábado, 18 de mayo de 2024

De cómo hicieron las paces dos parentelas enemigas

En nuestra historia, un conmovedor episodio de caballerosidad entre guerreros...

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 28/10/2017
1 comentarios
Vistas del Castillo de los tres Reyes del Morro2
El Morro habanero, donde se inició una contienda que concluiría en un abrazo. (Abel Rojas Barallobre / Cubahora)

Ha tenido que transcurrir un siglo y medio para que se den la mano los contendientes. Pero helos ahí, en medio de animada recepción, disfrutando de un trago e intercambiando chistes.

Claro está: han transcurrido ciento cincuenta años y, quienes ahora charlan con animación, no son los originales enemigos, sino sus descendientes. De todas maneras, se ha producido el milagro. Y con quince décadas de dilación, chocan copas las estirpes que antes combatieron en bandos opuestos.

La escena ocurre a principios del pasado siglo y el escenario de la recepción es una casa construida en 1905 por el arquitecto Francisco Ramírez Ovando. Residencia de una adinerada familia. Es un precioso inmueble viejo habanero de dos pisos, que los peritos clasifican en el estilo corintio del Renacimiento, con detalles franceses, eclecticismo que ya hace amagos y se enseñoreará de El Vedado (tiempo después, la residencia iba a ser Secretaría de Estado. Hoy es sede del Museo de la Música).

Anfitrión: el colono azucarero Ernesto Pérez de la Riva, cuyos hijos, Juan y Francisco, marcarían hitos en la historiografía cubana. Y el visitante inglés al cual se homenajea es nada menos que Lord Albemarle.

LOS ANTECEDENTES

San Cristóbal de La Habana, en 1762, es para la época una ciudad apreciable, con sus diez conventos, su universidad, seis iglesias, cuatro ermitas, un oratorio, dos colegios, un hospital, un hospicio y otras 25 construcciones de importancia. Cuenta con su privilegiada situación geográfica, que le ha valido para ser conocida como Llave del Nuevo Mundo, Antemural de Indias, Ciudad de las Flotas, Margarita de los Mares.

En el verano de aquel año se presenta ante el litoral habanero una imponente fuerza expedicionaria inglesa. De nada ha valido el aviso de Juan Martín de Arana, quien, en sus trajines de contrabandista, detectó los preparativos bélicos de los ingleses, que hace saber al gobernador Prado Portocarrero —inepto y cobarde—, a quien solamente se le ocurre amenazar al informante por su andanzas indebidas. Finalmente, Prado entregaría la plaza en manos del enemigo.

 El 7 de junio desembarcan en Cojímar los casaquirrojos de George III. Durante los dos siguientes días se esparcen por Guanabacoa, Regla y el contorno de la elevación de La Cabaña, entonces desguarnecida. El día 12 los invasores lanzan contra la ciudad y sus fortalezas 109 bombas artilleras, a las cuales seguirían 20 000 durante los dos meses de sitio.

Es historia harto conocida. En el Castillo de los Tres Reyes del Morro, Don Luis Vicente de Velasco y de Isla —un cincuentón marino cántabro que había comenzado a combatir a los 16 años— anima a sus hombres con la más elocuente de las arengas: la de su ejemplo personal. Lo mismo pone el pecho ante las balas enemigas que el hombro para colocar en una cureña improvisada la pieza artillera que ha desmontado el fuego enemigo. Se cuenta que, agotado tras ocho semanas de combate, anda entre los suyos, infundiéndoles ánimo. Hasta hoy, las inmediaciones de El Morro están sembradas de huesos de invasores. La exigua guarnición hace a los ingleses unos dos mil quinientos muertos.

En las filas inglesas —incluido su jefe, Lord Albemarle— comienzan a hablar con admiración de ese enemigo a quien, en su mal español, llaman “el señor Don Velasque”.

Y Lord Albemarle le dirige una carta rebosante de admirado respeto:

“Muy señor mío: Tan doloroso me será no tomar la fortaleza que tan heroicamente Vuestra Señoría defiende, como el que su esforzado espíritu le exponga a perder la vida en ello. El esperanzarse Vuestra Señoría en que con tan solo setecientos u ochocientos hombres ha de estorbar el irremediable avance, es un sentimiento que sólo se concede a los hombres de la naturaleza de Vuestra Señoría, a quien doy espíritu como para cien. El aspirar con la muerte a más distinguidos aplausos es usurparle a su soberano de un tan ilustre capitán, y a mí de da complacencia de conocerlo. Conózcame usted y hallará verificado cuanto llevo expuesto. Espero darle mañana un abrazo. Dicte Vuestra Señoría en las capitulaciones todos los artículos que le sugiera el honor que le corresponde a su persona y a la de su guarnición”.

Ese mismo día, el inglés recibe contestación de Don Luis:

“Muy señor mío: Doy puntual respuesta a la que Vuestra Excelencia se sirvió dirigirme esta mañana, y, empezando a satisfacer su contenido, comienzo por donde Vuestra Excelencia acaba: los tratados de capitulaciones que me manda formar, con las ventajas que me produzca el honor, es uno de los muchos brillantes rasgos que Vuestra Excelencia dispensa a sus casi prisioneros, manifestando su excelente bizarría. Yo no aspiro a inmortalizar mi nombre. Sólo deseo derramar el postrer aliento en defensa de mi soberano, no teniendo pequeña parte en este estímulo la honra de la nación y el amor a la patria”.

Poco después, una mina estalla bajo la fortaleza. Por el boquete entran los invasores. Don Luis de Velasco se desploma, con un sablazo y un tiro al lado del corazón. Su segundo al mando, el Marqués González, resulta muerto. Poco después, cae el castillo.

Los ingleses declaran una tregua, para trasladar al jefe herido hasta La Habana, en un vano intento por lograr que sobreviva. Albemarle declara que le perdona la vida a la guarnición gracias a su valiente capitán, que si fuera por el gobernador —cobardemente alejado en San Isidro, a salvo de los fuegos— los pasaba por las armas.

Posteriormente, los ingleses le rinden honores a Velasco. Erigen un monumento a su memoria en la abadía de Westminster y en la Torre de Londres se guardó un estandarte hispánico capturado en El Morro. Hasta principios del siglo XX la marina de guerra británica disparaba salvas de honor al pasar ante Noja, la villa natal del corajudo marino.

Y PASÓ EL TIEMPO…

Transcurrió siglo y medio. Y mientras se desarrolla la soirée, en la residencia de Aguiar y Habana, Ernesto Pérez de la Riva, descendiente de Don Luis de Velasco, y el hombre que entonces muestra el título de Albemarle intercambian saludos efusivos. Se produce el abrazo que la muerte impidió generaciones atrás.

¿Quién sabe si entonces los huesos de Lord Albemarle, en la remota Inglaterra, y los de Don Luis, en el cercano convento habanero de San Francisco, se estremecieron ante tal espectáculo?


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).

Se han publicado 1 comentarios


CUCO
 30/10/17 13:26

Don Luis Vicente de Velasco  Es una delas personalidades que hace que sienta orgullo de ser decendiente de españoles sin lugar a dudas Ese caballero junto  al Pepe Antionio  Pusieron en alto el   valor del soldado espeñol y el cubano que venia naciendo como nacion  . El morro  fue la fortaleza que le puso las cosas malas a los ingleses en su afan de conquistar la habana.    La historia de cuba esta llena de hechos de valor personal de miles de personas que encontraron causas por las que derrocharlo ante la adversidad  , eso nos ha ido formando y haciendonos conscientes de que nada  grande se logra csin esfuerzo y valor , y aunque el morro fue vencido no fue derrotado , pues   Albemarle  deria como el Rey Pirro con  3  victorias como aquella estaria perdido   .

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