Eso son los “famosos”, dioses prefabricados a imagen y semejanza de la ideología hegemónica, la de los mandamases en las transnacionales del entretenimiento. Bellos y exitosos, cual nuevos fetiches, diseñados y construidos para que los adoren, para que los imiten las grandes masas. Hechos para encantar al público joven y sobrevalorados por su capacidad de influenciar, más que por el valor estético de sus propuestas. Más útiles mientras más sojuzgados, por su afán de ser ricos. Aunque terminen aplanando y corrompiendo el universo simbólico y cultural acumulado.
Usados y desechados para el simulacro del cambio. Para cambiar solo la superficie, el contenedor y el brillo. Para que todo siga igual. Sobre todo, el privilegio de los burgueses y su capacidad de significar los objetos y los actos. Una hegemonía que ejercen mediante sus poderosos emporios multimediales. Un entramado que tiende a concentrarse cada vez en menos dueños y que se expande en más territorios y cuerpos, imaginarios colectivos y subconsciencias. Para la “progresiva deculturación de las clases subalternas”, como bien ha fundamentado Adolfo Colombres. Para la masificación de una “subcultura del embrutecimiento, el aislamiento y el despilfarro, que saca al hombre del mundo y lo encierra en la cárcel de su propia subjetividad”. Para apresarlo en el vacío del sinsentido ahistórico, en la deriva fragmentadora de la banalidad y el ruido. Sin pistas, para un retorno a la universalidad de la que fue excluido; por sus “marcas de origen” y por no ajustarse a ciertos patrones, los modelos y criterios escogidos e instaurados por los poderosos. Incluido, cierto ideal de belleza, la que les interesa, y cierta percepción, la moldeada por la racionalidad instrumental, ahora neoliberal.
De tal modo, la “dictadura del videoclip” ha terminado siendo la dictadura de los más bellos, los más sensuales o atractivos. Según la belleza hegemónica, según el patrón elegido y mercantilizado por los ricos y los machos de Occidente.
Las personas con un físico distinto a ese modelo atractivo, señala Jon E. Illescas en su libro La dictadura de Videoclip, aparecen solo en uno de cada cuatro videos y siempre en papeles secundarios. El investigador y profesor pone como ejemplo el videoclip de I´m into You, de JLo y Lil Wayne, en el que se suprimió la imagen del rapero y se substituyó por el modelo cubanoamericano Willian Levy. Como también desaparecieron a Sia en “todos los videos dominantes donde cantaba”, tanto en sus colaboraciones con otras estrellas o en sus propios temas.
“Esta sobrerepresentacion de la juventud ´bien parecida` con respecto a la heterogénea realidad produce sinergias que fomentan en la cosmovisión de los jóvenes la idea de la justa supremacía de los individuos exitosos de la sociedad”, que persigue naturalizar la desigualdad y que genera un empobrecimiento estético. La belleza se constriñe al ajuste a esos patrones con los que se valoran las cuatro pieles, a los criterios por los que se significan, los que determinan el valor de cambio de la epidermis, de la vestimenta, de la casa y del carro. De los que se desprende el valor de cambio de los artistas-marcas-mercancías, de los “famosos” manufacturados por la industria de la música para conseguir el “efecto marco”.
Para que como mercancías adquieran una significación más allá de su función social, que debiera ser su capacidad de crear, de hacer arte y propiciar el goce estético. Para dotarlos de ese “efecto halo” con el que manipular a los consumidores, a nivel subconscientes, y crean que, por atractivos o “bellos”, son mejores intérpretes de los que son, más talentosos y más honestos de lo que realmente son, incapaces de falsificar su voz o su imagen.
Tras el éxito ochentero de Pump up the jam, del proyecto belga Technotronic, estuvo la voz zaireña Manuela Kamosi (Ya Kid K). Literalmente “detrás”, porque al no ser lo suficientemente atractiva, para el vídeo y para la portada del disco se decidió contratar a una modelo más agraciada. La deslumbrante modelo Felly Kilingi se vio obligada a mover los labios en las presentaciones imitando ser la verdadera intérprete. Hasta que la situación se hizo insostenible y Ya Kid K tomó los mandos y la imagen del grupo.
Por su atractivos físicos (jóvenes, con rastas, lentillas de colores, abdominales marcados y pantalones ajustados) y por sus grandes dotes de bailarines fueron escogidos el francés Fabrice “Fab” Morvan y el alemán Rob Pilatus, para ponerle rostro y cuerpo al fraude más grosero de la música pop. El de la idea del fraude Milli Vanilli, el cantante y productor alemán Frank Farian, se consideraba muy viejo y poco atractivo para comercializar sus pegadizas composiciones. Desde que vio por la Televisión a estos estos dos adonis afrodescendientes, bailando al ritmo de la estrella italiana Sabrina Salerno, supo que eran la fachada que estaba necesitando.
Farian contrató a los verdaderos intérpretes Charles Shaw, John Davis y Brad Howell, los metió en un estudio de grabación y en noviembre de 1988 lanzó el disco debut del dúo, All or Nothing, con una foto de Morvan y Pilatus en la tapa. El álbum resultó un gran éxito en Europa. En los Estados Unidos el fenómeno Milli Vanilli explotó gracias a Girl You Know It’s True y Baby Don't Forget My Number, compuesta por el propio Farian, junto a Brad Howell y Diane Warren. Se vendieron siete millones de copias y alcanzaron el codiciado disco de platino. ¡Hasta los premiaron con el Grammy, como Mejor Artista Novel!
Le siguieron otros hits: Girl I’m Gonna Miss You y Blame It on the Rain, que también llegaron al número 1 de los listas de éxitos durante 1989. A finales de aquel año, durante un recital en Bristol (Connecticut), falló el playback y, ante una multitud de quince mil personas, quedó sonando en loop, como en un disco rayado, el estribillo de Girl You Know It's True. No les quedó más remedio que salir corriendo del escenario. Rob abandonó el escenario pero luego Fab convenció a Pilatus para continuar el show, con una parte del público bailando y otra abucheándolos. El 16 de noviembre de 1990, la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación de Estados Unidos les revocó el Grammy.
“Dos personas en el estudio y otras dos sobre el escenario. Una parte grabada, otra visual. Es una forma de arte en sí misma. ¿Dónde está la traición? ¿Alguien se creía que Village People o los Monkees cantaban sus canciones? La música era fantástica, la gente estaba contenta, ¿cuál es el problema entonces? Por favor, todo el mundo lleva 25 años haciéndolo. Madonna, Janet Jackson: todos esos espectáculos con coreografías perfectas que el público exige ahora”, había declarado Farian ante la prensa.
Frank Farian fabricó la falsa del dúo alemán como anteriormente había hecho con el popular grupo Boney M, integrado por cuatro atractivos antillanos: Bobby Farrell, Marcia Barrett, Maizie Williams y Liz Mitchell. Ellos les ponían sex appeal a las canciones compuestas por el poco atractivo productor y cantadas por un vocalista con un físico menos agraciado y que nunca aparecía en la escena. Su cantante e imagen visible el DJ Bobby Farrell, no cantaba, sólo debía bailar, sonreír y seducir en las actuaciones. Sin embargo, un día se cansó de engañar y quiso cantar, entonces terminó Boney M.
Los fraudes musicales de Boney M y Milli Vanilli, eran también manifestaciones de otro fraude más extendido por el marketing multicultural. Operatoria descrita por la politóloga canadiense Naomi Klein, para liquidar la identidad haciendo cada vez más líquida la etnicidad, con el añadido de blanquear la imagen colonizadora y excluyentes de las transnacionales occidentales. Una especie de “restaurante étnico” para encantar a los consumidores del mercado global, para vender una sola cosa y la misma.
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