Recuerdo, como si fuera hoy, que mi padre, en el lejano Oriente –no el asiático, sino el de aquí-- llegó un día y me regaló una máquina de escribir.
Previamente había tapiado cada tecla con un pedazo de esparadrapo. Porque uno debía escribir, adecuadamente, a ciegas.
Yo tenía, entonces, cinco años.
Después…bueno… después el teclado sería mi invariable cómplice: revista Mella, Trabajadores, Sol y Son, Juventud Rebelde, la agencia Reuters, Bohemia, al mando de una Maga…
Y siempre, siempre, siempre, el puñetero teclado como monarca despiadado de mi vida.
Ah, pero, como dice el pueblo, “donde hay desquite, no hay agravio”.
Y, sin que yo lo sospechase, se produciría el milagro.
Y vino aquello…
Nunca yo pude sospecharlo. Estar 48 horas alejado del teclado, mi cómplice. Y sin dormir.
Si el Génesis habla de cierto desastre universal, yo lo vi, pero ahora como El Diluvio Popular.
Invadieron mi casa. Emocionadísimos. Qué clase de fiestanga.
Viejos compañeros, curtidísimos, se me aparecieron en el hogar, llorando, mientras entraban acunando a un par de botellas de ron, como si fuesen dos bebés.
“¡Coño, Argelito, ya están con nosotros!”, gritaban.
Ahora, ya puedo regresar al teclado que mi padre me regaló cuando yo era un niño, tras haberlo olvidado durante 48 horas.
Porque ya están, de regreso al nido patrio, los que andaban, por esos mundos, cuidando mi sueño. Y el de mi madre.
De manera que, nuevamente, puedo retornar al teclado que mi padre me legó.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.