La última vez que nos vimos fue dos de junio. Atravesaste media ciudad en una bicicleta solo para despedirte. Yo viajaría al día siguiente al Perú con una brigada médica del contingente Henry Reeve.
Me compraste unas cervezas que compartí con mi compañero de cuarto, Alain, quien se iría convirtiendo de a poco en otro hijo. Entonces, no habíamos podido abrazarnos; un beso y un apretón de manos robados fue el adiós de aquella tarde.
A lo largo de casi siete meses, nuestra comunicación resultó, por primera vez, más profesional que de familia. Cada fin de semana te enviaba lo escrito para que lo pulieras y fuese publicado. Si me demoraba en hacerlo, me agitabas, pero cada domingo, en Cubahora, el Diario… era una realidad.
El pasado sábado 19 de diciembre, no fue excepción. Conociendo sobre el poco tiempo con que contaba para escribir, en medio del ajetreo del retorno, anunciaste dispuesto a ocupar mi espacio. No fue necesario y, sobre las seis de la tarde, apuros tuyos mediante, enviaba el texto con las fotos. Sería la última crónica escrita en tierras peruanas.
Volveríamos a vernos, sabíamos ambos, en el asfalto del Aeropuerto Internacional José Martí. Yo regresando junto a la brigada y tú en condición de periodista.
Te busqué con la mirada desde la ventanilla del avión y no estabas. Al trasbordar al ómnibus y llegar a la terminal cinco, nos descubrimos mutuamente.
Más grande, igual de flaco, elegante, con cámara en mano. Ahora, desde mi aislamiento, pienso en que pronto te abrazaré de nuevo. Te daré ese beso que por meses nos ha sido vetado y jugaremos de mano… como siempre.
***
“Siete meses no son nada”, se dice fácil ahora que el avión volvió a poner ruedas en el José Martí. Pero en siete meses pasan cosas y la vida y el mundo y la gente… cambian. Parece ayer cuando se dice dos de junio y corre diciembre puro y duro.
Aquel dos de junio, recuerdo, no llegué en bicicleta. Le había pedido a la dupla de padre e hijo que piloteaba de manera alterna el carro del trabajo que me dejaran cerca de la calle Tulipán porque “el puro” se iba para Perú a fajarse con la Covid… “y, hermano, aquello está en candela”. La bicicleta había quedado en casa.
En fin, no es importante, pero no te acuerdas de nada, viejo. ¿De qué beso y apretón de manos hablas? Miradas, solo miradas y choque de antebrazos o nudillos y ahí, que a nadie le quepa duda, supo colarse el cariño del mundo.
Nuestra comunicación, ya con miles de kilómetros y cordilleras continentales de por medio, en efecto, se nos antojó más profesional que nunca, pero tampoco lo agrandes. Yo solo te dije “escribe”, tú solo me dijiste “edita” y ello habría sido imposible sin lo personal de por medio, sin esa humildad tuya para desacralizar los egos del “yo no puse esto así”, sin esa libertad mía para borrar párrafos y oraciones sin siquiera preguntarte.
“Mis labios hablan tu acento, conversas como mis labios […] mi cuerpo somos tú y yo, fundidos en nuestros actos”, dijo el bueno de Pedro Luis Ferrer y casi no hay que decir más.
Fue una aventura leerte antes que nadie, mandarte audios con barbaridades y horrores, que se nos fueran, a los dos, mil faltas de ortografía, que me dijeran: “Tu papá… Tu papá… Tu papá…”, sacarte todas las verdades y hasta sufrir las mentiras que salieron del odio y la carroña endémica de los inmortales de Víctor Hugo.
Aventura… decirte que andabas “con el cheo de guardia” o exclamar a lo Nené traviesa: “¡Esta hoja no se ve más!” o constatar, de una semana a otra, tu crecimiento indiscutible como cronista. Y eso es algo que está ahí, a la espera de quien quiera verlo.
Lo del aeropuerto en estos días fue una “historia”. Yo, disfrazado de periodista entre maestros del oficio, a la espera constante de la “caída”. Con ganas de ir al baño antes de pasar a la pista, con nervios, cual si fuese a entrar a las tablas del teatro lleno, ¿te acuerdas? Ese dolor de barriga es “casi universal”, como los Espejos de Galeano.
Yo divisando una “mosca” en el horizonte y diciendo a todos: “miren, ya viene”. Y todos sin lograr ver y yo “que sí, contra, que sí”.
De ahí en más, casi no recuerdo nada coherente o que, por lo menos, no me avergüence contar. Fotos, puños, fotos, gente desconocida exclamando: “¡Tú eres…!”, y tú pasando en frente mío, ambos sin saber qué hacer: dar el puño o mandar todo al carajo y romper con el abrazo. En momentos así no hay coherencia que valga.
Todo fue rápido. La cancioncita gastada pero llorona, las palabras de la autoridad, el himno –¿quién diablos logra cantar el himno así?–, las banderas, la flor… yo regresando sin saber qué escribir y, al fin, sin poder escribir nada. Tú llamando desde alguna parte: “¿Ya te fuiste?”
Lo “peor” es que esta historia no nos pertenece. Tú y yo no somos nada. Nuestras lágrimas, miedos y anhelos no existen. O sí, pero poco llevan de particular. Esta es la historia, muy desde la epidermis, de los más de ochenta que salieron contigo, de los miles que lo han hecho, que lo están haciendo, que lo harán… y de los miles que aquí aguardan. Este pueblo, no siempre para mal –y este es el ejemplo más puro–, ha sabido picarse en mil pedazos y perderse por ahí.
En todo caso, con la ayuda de unos cuantos amigos, tú y yo solo hemos tenido la dicha de contarlo.
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