¡Con qué absoluta certeza dice Alfredo Guevara que Gabriel García Márquez lo logró todo en la literatura! Uno debe ser comedido con los todos, pero en este caso ¿hay alguna duda? Este colombiano, con sus 85 años cumplidos el 6 de marzo, ha logrado que sus historias sean ideales para los niños, para los adolescentes, para los ancianos, para los entendidos... Muchos de sus cuentos parecen haberse susurrado desde hace siglos, milenios, como los de los hermanos Grim; sus novelas tienen, sin proponérselo, esa doble naturaleza de best seller y obra de arte que tan esporádicamente se logra.
Él ha explicado muchas veces, en su autobiografía Vivir para contarla lo confirma, que fue su abuela Tranquilina, heredera del arte para decir de todas las abuelas del continente, quien lo inició en el mundo de la palabra... Y su abuelo Nicolás Márquez, en el interés por la Historia. Como dos ríos que comparten cauce, Gabriel García Márquez supo hacer agua única del matrimonio de voces: las epopeyas sangrientas de las guerras latinoamericanas (que lo amamantaron en lugar de ciertos insípidos cuentos infantiles) y los augurios, espíritus y hechizos sincréticos que, según Tranquilina, poblaban la casa.
Luego, en la escuela aprendió el resto. Las escuelas latinoamericanas, espontáneas y levemente interesadas, tienen la virtud de no cortarle las alas a los espíritus libres.
Muchos de ellos encuentran finales trágicos, desperdician sus dotes para el vuelo. Gabriel García Márquez, en cambio, leyó durante ese período “una amplia variedad de clásicos europeos, españoles y de literatura colombiana. Si yo no tenía nada que hacer y evitaba aburrirme, me metía en la biblioteca de la escuela, donde tenía la Aldeana colección.
¡Leí todo! ... ¡Desde el primer volumen hasta el último! Leí El Carnero, memorias, biografías... ¡Leí todo! Por supuesto, cuando llegué a mi último año en la escuela secundaria, sabía más que el profesor”.
Pero antes de escribir su gran libro Cien años de soledad, el Gabo (así le llaman sus amigos) debería aún recorrer mucha vida. No fue precisamente en la universidad donde encontró la experiencia y el conocimiento necesarios. Las revueltas populares, el Bogotazo, y las revoluciones del espíritu terminaron por alejarlo de la carrera de Derecho. Nunca se graduó en aula magna, pero todos los centros superiores del mundo estudian su literatura, su Cien años de soledad.
Para llegar a esta novela, para escribir esa biblia latinoamericana que tenía pensada desde joven, tuvo que crear otras historias más realistas, tuvo que redescubrir Macondo. No aquel pueblecito donde se detenía el tren cuando viajaba a su natal Aracataca. No. Macondo, dice él, más que una geografía es un “estado de ánimo”; decimos nosotros que Macondo es una región en el cerebro latinoamericano donde la Historia pacta una tregua con la Superstición. Por eso realismo mágico, más que una contradicción de términos es una lucha de perspectivas que va forjando versiones apócrifas y quizás más nuestras, del pasado, del presente y del porvenir.
Iba de viaje a Acapulco, con toda su familia, esposa e hijos, cuando Gabriel García Márquez sintió que ya era momento. El carro dio media vuelta y allí quedaron las vacaciones... y el carro también. Con el dinero de su venta, se suponía que todos en la casa iban a sobrevivir mientras él terminaba su obra maestra.
Habría que decir que Mercedes Barcha, su esposa, era algo más de los que solemos asociar hoy en día con ese término.
En el sentido romántico de la palabra, fue su compañera de suertes. La conoció cuando aún era una niña y compartieron más que la vida. Fue ella la que gestionó la comida fiada, los nueve meses de alquiler a crédito, cuando en la alcancía no quedaba para vivir y García Márquez no terminaba aún Cien años de soledad.
Hay que confiar mucho, hay que querer más, para apoyar los sueños de la pareja mientras este, durante 18 meses y sin días de descanso, se dedica a escribir.
Valió el riesgo. Quizás cuando Alfredo Guevara decía que el Gabo lo ha logrado todo en la literatura, estaba pensando en Cien años de soledad. Fue de golpe, en 1967, su mejor éxito comercial. Y con los años se ha dicho tanto sobre ella que es difícil subir más en halagos. Se ha dicho que es “la primera pieza de literatura, desde el libro de Génesis que debe ser lectura obligatoria para toda la raza humana”. Se le ha comparado con la Biblia. De hecho, al igual que ella tiene su apocalipsis, su éxodo, su diluvio y sus plagas, el incesto y la Virgen ascendente.
Cien años de soledad, más que fuertes leyes o presiones políticas, le devolvió a García Márquez el derecho a viajar a Estados Unidos, cuando Bill Clinton reconoció que era su libro favorito. ¿Qué más decir?
Que Gabriel García Márquez, dueño de un sentido común rebelde (¿cuál no?), propuso durante el Primer Congreso Internacional de Lengua Española el fin de las reglas ortográficas. Dijo frente a los académicos que las dictan y cuidan que solo logran despertar el rechazo de los niños y desvían el interés de lo esencial. Nunca más lo invitaron (creo). Pero durante el Séptimo Congreso se declaró Cien años de soledad la segunda obra más importante del castellano después de el Quijote.
¿Qué estará haciendo García Márquez en estos momentos? Dicen que después de que le diagnosticaran en 1999 cáncer linfático se ha ido alejando del mundo exterior poco a poco, y se ha entregado a ese otro mundo que existe en cada uno de nosotros y él logra despertar, a veces con el guantazo de una oración, otras veces con todo un cuento, como ningún otro escritor.
Hay que leer “La soledad de América Latina”, el discurso que pronunció en 1982 cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura para comprender lo que significa el aislamiento para él, que es un isla acogedora y no por eso menos misteriosa. Hay que leerse todas sus historias para acercarse al entendimiento del personaje que es de su propia vida hoy que vive a 15 años de sus 100 de soledad.
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