Su nombre es Cristina, y su historia parece cosa de película; lamentablemente esta santiaguera ganó entre sus vecinos el extraño apodo de "la confinada" porque nadie la vio durante años, presuntamente por decisión de su esposo.
El enclaustramiento de aquella mujer suscitó tétricas historias sobre Rey, su cónyuge; pero lo cierto es que vivían en una casa derruida del barrio de Altamira, en Santiago de Cuba.
Hoy hace un año que llegué a esa vivienda; me habían contado que el marido era un hombre temerario, de trato amable con algunos vecinos, pero sumamente agresivo cuando alguien se atrevía a mencionar a su mujer o a pedirle que dejara verla.
Recuerdo que subimos el empinado trillo que da acceso al caserío tres médicos, una enfermera, dos fotógrafos y yo. No era la primera vez que las doctoras visitaban la residencia. Una de ellas intentó hablar con Cristina un día, aprovechando que Rey se encontraba trabajando en una parcela cerca de allí, pero le fue imposible, una de las hijas se opuso y le advirtió que se atuviera a las consecuencias cuando su padre lo supiera.
La otra cuenta que pudo verla una mañana cuando, con el pretexto de realizar una inspección sanitaria al inmueble, pidió entrar a la habitación de la anciana. No obstante, apenas pudo dirigirle una mirada antes de que la señora comenzara a gritarle que se largara y a lanzarle piedras.
La mujer de 70 años y su familia se convirtieron en un enigma para el personal de Salud. En medio de una desfavorable situación epidemiológica constituían pacientes de riesgo por las malas condiciones higiénicas del hogar y la negación a recibir asistencia médica.
Caminamos alrededor de la vivienda. Era una construcción de mampostería y adobes sumamente rudimentaria a la que nunca se le puso ventanas –en el espacio de estas hay láminas de zinc y pedazos de madera que impedían ver hacia el interior. No contaba con baño, ni instalaciones eléctricas e hidráulicas.
A continuación había otra casita de madera, con piso de tierra y muy malas condiciones higiénicas, donde vivía una de las hijas. Y en la parte trasera, toda cercada con madera, un espacio techado donde amontonaban botellas viejas, y otros desechos que Rey considera útiles.
Allí nos recibió.
Aquel día los médicos pudieron convencerlo aduciendo que solo pretendían revisar los depósitos de agua, Rey accedió porque para todos los cubanos esta inspección rutinaria es común, pues forma parte de la lucha antivectorial que impulsa el sistema de Salud.
Después de mostrar los recipientes y de aceptar las sugerencias sobre cómo limpiar el lugar, alguien preguntó por Cristina.
"¿Cuál es el problema de ustedes, qué quieren? ¡Cristina está bien y no se ha puesto ropa hoy, no la pueden ver!"-dijo visiblemente alterado.
A partir de ese momento, los 25 o 30 minutos que estuvimos allí fueron como una película: en vano, insistieron todo el tiempo los doctores en la necesidad de medirle la tensión arterial y examinarla, pues tanto ella como él son ancianos.
Mientras hablábamos, Cristina caminaba de un lado a otro en ese cuarto oscuro y a ratos nos observaba por las hendijas de la puerta y las clausuradas ventanas. Después comenzó a gritar ofensas y a exigir que nos fuéramos, a pesar de que él la mandaba a callar.
Ya a la salida, quisimos fijar una fecha para que los médicos del área de salud pudieran visitarlos y atenderlos. Él respondió con evasivas todo el tiempo.
Salí de allí pensando en cómo ayudar aquellas personas... me preguntaba si era ético informar en la prensa las penurias en que vivían aquellos ancianos y convertir el encierro de Cristina –fruto tal vez de una enfermedad mental- en un asunto público.
Redacté las vivencias de aquel día, opiniones de vecinos, de médicos de la comunidad, y presenté mi escrito a las autoridades del Partido y el Gobierno en esta provincia.
Una vida digna
Ayudar a Cristina y Rey fue una tarea en la que pusieron su empeño varias instituciones. Ellos fueron atendidos, junto a una de sus tres hijas, en el hospital clínico quirúrgico Juan Bruno Zayas. Llegaron a la institución desnutridos, con anemia; a los ancianos se les diagnosticó esquizofrenia.
Confortable es la casa actual de Cristina y Rey, con las condiciones necesarias para que esta pareja disfrute de la vida junto a sus hijas, en la comunidad de Altamira, en Santiago de Cuba.
El ingreso duró casi un mes, tiempo en el que fue demolida aquella especie de "caverna" que habitaban y cuya destrucción fue el inicio de las obras para darles el inmueble que poseen hoy.
Ventilada y espaciosa, la casa actual es de madera. Mucho ha cambiado aquel entorno: la calle que da acceso a la vivienda fue pavimentada; la casa tiene un portal amplio, y fue desbrozado el bosque de marabú que la circundaba.
Cuando visité el lugar, hace unos días, descubrí la posición privilegiada del ancho portal. Desde allí puede verse casi toda la ciudad, y la vivienda -si bien modesta- está completamente amueblada.
A esta familia le fueron entregados gratuitamente todos los recursos con que cuenta: televisor, radio, refrigerador, cocina y ollas eléctricas, colchones, depósitos para el agua, etc.
Casi olvidé mi primera impresión sobre aquellas personas cuando Rey accedió gustoso a contarnos el asedio de los chicos del barrio, que intentaban ver a Cristina.
Él no me recordaba, claro, y quiso contarme su historia. Desmintió que alguna vez se negara a dejarla salir y me relató las enormes comodidades de su antiguo hogar, según él muy superior al sitio que ahora habitan.
El anciano fuerte y vigoroso, que no sabe a ciencia cierta su edad ni la de su mujer, sufre un serio trastorno mental; pero esta vez era un sagaz interlocutor, muy amable y dispuesto a convencernos (al fotógrafo y a mí) de que el confinamiento fue solo un rumor.
Nunca olvidaré cómo decidió demostrarlo: en medio de la charla llamó a su esposa, nos la presentó y aunque ella no dijo ni una palabra, su aspecto tranquilo, su mirada dulce y aquella lánguida sonrisa que a veces esbozaba mirando su nuevo hogar, tenían el color de un derecho que alguna vez perdió.
Tal vez no pudiera explicarlo, puede no tenga conciencia de todo lo que les ocurrió, no importa si lo agradecen... pocas veces he sentido tanta alegría como en los minutos en que la tuve ante mí viviendo una vida digna.
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