El trombón suena tres veces al día: una hora después del almuerzo; luego, sobre las cinco o seis de la tarde; y a treinta minutos de haberse sucedido la comida. En el segundo margen de intentos, la perra estira las patas delanteras, dobla las de atrás y, hocico al cielo, busca afinar con los últimos agudos que emite, en cada ráfaga, el dichoso instrumento.
El trombón y los aullidos de la perra pueden sobrevenir, en realidad, a cualquier horario, pero solo coinciden en aquel donde la oscuridad comienza a asomar por la esquinas y en que las penumbras sedientas de luz, con sus fauces mojadas de leve rabia, insisten en acorralar al sol contra las lomas de allá, donde se ve el “borde” del mundo.
Con tanta fiereza acorralan… que el sol –dicen que rey– continúa huyendo y por acá solo nos queda la noche y el trombón y la perra, con al menos un alarido parejo y coordinado entre los tres, después del cual, ya lo explicaba, se sigue ladrando, tocando y oscureciendo pero nunca más con ese exacto y paralelo ritmo, hasta la contigua jornada, a la misma hora.
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Para los gorriones, hemos hecho comedero. Comedero surtido, hay que decir. Algo de arroz y chícharo triturado con mortero para que los buenos de los gorriones no se atraganten. No un comedero, sino tres, porque, aunque vamos aborreciendo de a poco la idea de las jaulas, aún nos cautiva la imagen del pájaro comiendo en tu vasija, que es como decir, de cierta forma, de tu mano.
Pero los gorriones no aprecian nuestro noble comedero. Se posan en la misma baranda a la que atamos el “manjar”, a pocos palmos incluso, pero no lo tocan.
Todo grano que en el suelo quede, con prontitud será raptado, habrá disputa incluso, algarabía. Se atreverán a pasar la línea de la puerta, darán brincos por la sala toda y habrán de posarse en la meseta para robar cuanto de “robable” y comible encuentren. También se tirarán en las hierbas a cazar insectos o devorarán cuanta flor azucarada se tropiecen. Pero del comedero nada… olímpicamente intacto cual despensa clausurada a cal.
Quizás lo gorriones ya conozcan de trampas y de quien las hace… y eligen las correrías de la libertad –descarada, alardosa y bella libertad– al peligro siempre latente de barrotes.
También puede que prefieran, por mucho, retar nuestras leyes con las suyas, probar fuerzas… antes que degustar arroz y chícharo triturado en bandeja y decir: “Gracias, señor, gracias, es usted muy bueno, señor”.
Los gorriones no aprecian nuestro noble comedero, construido con la tan gentil y desinteresada maña de la limosna.
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El instrumento se detiene de manera abrupta, y cambia la melodía por un grito. “Está allí atrás. Tuve que salir corriendo. Me vino para arriba”. Ante el revuelo, los insectos detienen su rutina y levantan las antenas entre la hojarasca, para ver qué ocurre.
“Está allí atrás –insiste–, es enorme. Sácala urgente que así no puedo”.
Agarro la escoba y doy una pasada a ciegas por debajo del viandero. “Mijo, mira bien… y sácala”, vuelvo a escuchar entre la histeria.
Doy una pequeña vuelta y, trepado en la columnata, cerca de las viandas, veo al pequeño reptil, oculto, feo y encorvado como todo bicho que, tras el cansancio de la carrera, teme.
“No te preocupes, ya se fue”, digo abandonando el “arma”.
Los insectos asienten con indiferencia y vuelven a lo suyo en la hojarasca.
“¿Viste, grillo? Se volvió a salvar la lagartija. Si es tu socia la cucaracha… no hace el cuento”, teoriza la hormiga.
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