¿A quién se parece Gema?

No hay nacimiento que no valga una crónica. No hay bienvenidas que no merezcan sacar todo lo bueno de la despensa. No hay felicidad de un amigo que vaya a parar al olvido. No hay brillo de ojos de madre que pueda concentrarse en un espacio limitado. No hay gema más valiosa que una Gema nacida del amor, por el amor y para el amor.

Si dos años atrás me gané para siempre un nudo en la garganta y el corazón escuchando durante horas parte de las historias de Adriana, esa mujer que bien vale una misa, y dos y toda una iglesia para enseñar su religión (la de creer en la verdadera esencia de la vida)…, este seis de enero me he sentido la tía anónima más feliz del mundo. Y yo que me había atrevido a quejarme de que los reyes magos me olvidaban… Definitivamente pasaron por mí, por todos, por Cuba… ¡y de qué manera!

Gema llegó, como regalo infinito, envuelta en lazos invulnerables, precedida por una historia que se seguirá contando por los siglos desde cualquier latitud y en la que ella misma es el epílogo más deseado, el más hermoso, el más perfecto, el más justo. Por “control remoto” (al decir siempre chistoso y ocurrente de Gerardo), por vibrar invisible, por la unión de dos espíritus sin límites, para coronar una partida en la que el más diestro en sentir llevó siempre todas de su lado.

Le nació a Cuba una niña que podrá alardear toda su vida, y la de sus hijos, y la de sus nietos, y las de cada generación de Hernández, Nordelos, Pérez y O'Connors; de emerger del amor más intenso y puro que los últimos siglos recuerdan, de ser la afortunada hija de héroe y heroína gigantes, de soñadores con los pies en la tierra y el coraje en el andar.

Gema respira en los brazos de sus padres y en cada sorbo de oxígeno es como si revitalizara los pulmones de la isla. Una isla que se asfixiaba del dolor de andar maltrecha y resentida por la ausencia de sus hijos, pero que este martes despertó con una nueva nieta y toda una familia inmensa de tíos, primos, hermanos y abuelos radiantes, que ahora pueden poner todos los platos en la mesa porque ninguno de los hijos falta para cenar de este almuerzo de lealtad y cariño.

Gema llega entonces convertida en sonrisa de padres, en abrazos y lágrimas de felicidad de una familia infinita que imaginó poco ser tan tremendamente feliz.

Hace tres años, Adriana contaba sus realidades diarias en aquella entrevista interminable, la que para siempre nos cambiaría la vida a ese grupito de estudiantes que se acercó a la historia humana de Los Cinco. Adriana contaba con la mayor sencillez y grandeza del mundo cómo conservaba desde hace años ropita para bebés, pues debido a las difíciles condiciones económicas, ellos habían decidido ir guardando poco a poco hasta conformar una canastilla decorosa para el fruto de una relación que recién comenzaba a escribir los capítulos de un gran amor.

Pero desde que comenzó esa práctica a la fecha habían pasado más de dos décadas. Y Adriana ya estaba pensando en regalarla, en renunciar para siempre —aclarando que sin aplastarse por la vida— a esa idea tan maravillosa de reencarnar en otro ser. Y nosotros, que le oímos hablar, le vimos amar y le contemplamos esperar, sufríamos al pensar que algún pequeño por nacer perdería la oportunidad de tener los mejores padres del mundo. Por suerte (como dice la frase de siempre), pero más que eso, por dedicación, justicia, amor y verdad; esa niña ya puede existir y sentir el calor más extraordinario que dos seres pueden emanar.

Y una no evita las comparaciones. Aunque siempre sea controversial esa idea de decir que los niños se parecen a no sé quién antes de que hayan asomado el rostro al mundo. Porque Gema sí tiene parecido, aunque la idea suene a abuelitos orgullosos que se apresuran a descubrir una marca insigne en el cuerpo de su pequeña. Gema se parece a la felicidad. Y es ella misma.