Ignacio Agramonte Loynaz es el héroe romántico de la Guerra de los Diez Años. El legendario mambí que armó y dirigió la famosa caballería camagüeyana, la fuerza más organizada y combativa del Ejército Libertador.
El joven abogado de esbelta figura, modales finos y elegantes, incapaz de la ofensa grosera, pero firme como la roca cuando de principios y autoridad moral se trataba. Ignacio, el amor de Amalia, su compañera en la vida y madre de sus dos hijos, y el patriota que puso a Cuba en un altar y a cuyo servicio ofrendó su vida con apenas 31 años de edad, perdiéndose así la figura, después de Carlos Manuel de Céspedes, más capaz y de mayores aptitudes para encauzar la Revolución de 1868.
Varios fueron los mayores generales en la Guerra de los Diez Años, pero uno solo el Mayor, bautizado así por el brigadier Henry Reeve, el Inglesito.
Y cuando algunos abogaban por la rendición de las armas cubanas, Agramonte se irguió tajante en la reunión del Paradero de Las Minas, el 26 de noviembre de 1868, y afirmó: “Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan, Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”, salvando así la insurrección en el Camagüey; el primero de sus grandes servicios a la Patria.
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Los veteranos de la guerra lo llamaron “Paladín de la vergüenza” y “Apóstol inmaculado”. Mientras Máximo Gómez, quien lo sustituyera luego de su muerte heroica, lo calificó como “el Sucre cubano”, en alusión al Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre; al tiempo que Manuel Sanguily, lo conceptualizó como “un Simón Bolívar”.
Su muerte en combate tuvo tanto de heroica como de azarosa, pues mucho tuvo que ver el azar en ello. No fue el combate de Jimaguayú una simple escaramuza, como algunos lo han tildado, pues el propio general Serafín Sánchez, partícipe de la acción de guerra, afirmó “se empeñó con brío, con ardor, a fondo, sin que en un cuarto de hora cesara el estruendo de los rifles y del cañón que el enemigo traía”.
Tampoco la suya fue una muerte obscura, calificativo dado por Manuel Sanguily, ni exceso de imprudencia y/o temeridad, aunque como buen soldado, Ignacio Agramonte nunca dejó de estar en la primera línea de combate, como lo demostró cientos de veces y para probarlo bastaría tan solo citar el legendario rescate del brigadier Julio Sanguily, su acción más famosa y renombrada.
Aquel 11 de mayo de 1873 concurrió de todo: el azar, la casualidad, su arrojo combativo, la mala suerte, pues, ya ordenada la retirada, Agramonte se adelantó al puñado de jinetes que le acompañaban y fue cuando un grupo de tiradores españoles, camuflados entre la hierba alta de guinea, le dispararon a corta distancia, de frente y desde abajo, impacto que lo derribó de su caballo Ballestilla.
“Un proyectil lo alcanzó en la sien derecha, le salió por la parte superior del parietal izquierdo y le causó la muerte instantáneamente”, refirió el acta forense.
Al caer el Mayor, la confusión en las filas mambisas fue enorme, la misma repetida años después con la muerte de Maceo. Sus soldados no podían creer que su idolatrado jefe hubiera muerto. Horas después fueron a buscar su cadáver, pero ya los españoles habían dado con él y cual trofeo de guerra lo llevaron hacia la ciudad de Puerto Príncipe, hoy Camagüey.
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Una acuciosa investigación sobre su caída en combate llegó a la conclusión, y cito: “Todo parece indicar que sumidos en el más profundo estupor, ni Henry Reeve ni Serafín Sánchez ni ningún otro jefe cubano atinó a disponer nada por confirmarla ni por intentar rescatar de inmediato el cuerpo del héroe camagüeyano”.
En la mañana del día 12 de mayo llegó a Puerto Príncipe el cuerpo sin vida del patriota, donde “fue paseado por algunas de sus calles en medio de la algazara de los voluntarios y exhibido al público en una esquina del corredor de entrada del hospital de San Juan de Dios”.
Sobre las cuatro de la tarde, las autoridades de la ciudad, temerosas de una revuelta condujeron en la más absoluta discreción el cadáver hacia el Cementerio General, donde procedieron a su cremación, empleando dos carretas de leña mojada con petróleo. Sus cenizas se esparcieron por la ciudad, surgiendo la leyenda.
Murió el hombre, sobrevivió el mito. Su muerte representó un duro golpe para la causa revolucionaria, pues el Mayor combinaba la pericia militar con las cualidades del estadista.
Agramonte jugó un papel protagónico en la Asamblea de Guáimaro, el 10 de abril de 1868, siendo el redactor principal, junto a Antonio Zambrana, de nuestra primera Constitución, y luego organizó, adiestró y puso en plena capacidad combativa la famosa caballería camagüeyana, un “violín bien templado”, como la calificaría Máximo Gómez al asumir su mando.
En 1871, el año terrible de la Revolución, mantuvo en alto la lucha en su territorio y aunque tuvo serias discrepancias con el presidente Céspedes, al extremo de retarse a duelo, pospuesto para después de la independencia, tal y como reseñan nuestros textos de Historia y recoge la película El Mayor, dedicada en su honor, nunca cejó en su empeño por la independencia total y absoluta de la Isla.
Al preguntársele con que contábamos los cubanos para derrotar a España, su respuesta fue contundente: “Con la vergüenza” y aunque mantuvo esas desavenencias con el hombre del 10 de Octubre, tal y como reseñara Martí en su semblanza Céspedes y Agramonte, al oír murmurar sobre Carlos Manuel, dijo categórico: “Nunca permitiré que en mi presencia se hable mal del presidente de la República”.
Su amor por Amalia es antológico y las cartas a la amada resultan un epistolario de gran belleza y pasión. Entre ambos hubo siempre comunión de ideales y sentimientos. Conocida resulta la anécdota cuando a Amalia las autoridades españolas le propusieron que escribiera a Agramonte solicitándole, por su amor y el de su hijo, que renunciara a la Revolución y la posibilidad de salir al exterior con toda la familia: “General, primero me cortará usted la mano antes que yo escriba a mi marido que sea traidor”.
Silvio Rodríguez le dedicó una de sus canciones más poéticas y hermosas: El Mayor, donde lo viera cabalgando sobre una palma escrita y a la distancia de cien años resucitar.
Mientras Fidel, en el discurso por el centenario de su caída en combate, sobre el épico rescate de Sanguily afirmó: “una de las más grandes proezas (…) de nuestras luchas por la independencia (…) que en aquel entonces despertó incluso la admiración de las fuerzas españolas”.
Han pasado 149 años de su muerte heroica y su ejemplo perdura. Hoy toda una provincia siente orgullo de denominarse agramontinos, en honor aquel “diamante con alma de beso”, como lo bautizara José Martí; el amor de Amalia, el paladín de la independencia, el Washington cubano; el Mayor General del Ejército Libertador Ignacio Agramonte y Loynaz.
Gloria eterna a su memoria.
Fechas de interés en la vida de Ignacio Agramonte. Infografía: Laydis Soler Milanés/Redacción Cubahora
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