Ignacio Agramonte y Loynaz es el héroe romántico de la Guerra de los Diez Años.
José Martí, en bella semblanza, lo nombró Diamante con Alma de Beso. Mientras recibió otros denominativos no menos hermosos como El Bayardo del Camagüey o El Mayor.
Hoy, una provincia entera reconoce ser agramontina, como el apellido del ilustre hijo nacido en la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, actual Camagüey, el 23 de diciembre de 1841.
Graduado de abogado en la Universidad de La Habana el 8 de junio de 1865, fue el joven patricio uno de los principales conspiradores del Comité del Centro y aunque no participó en el levantamiento armado de Las Clavellinas, el 4 de noviembre de 1868, apenas unos días después ya prestaría el primero de sus grandes servicios a la Patria, al abortar la traición de los hermanos Napoleón y Augusto Arango en la famosa reunión del Paradero de Las Minas, el 26 de noviembre del propio 1868.
Allí, ante los planes conciliadores y de deposición de las armas, se irguió la figura de Agramonte, quien con voz firme afirmó: “Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arrancándosela a España por la fuerza de las armas”.
Y, con ello, salvó la Revolución en el Camagüey y reavivó la llama libertaria iniciada el 10 de octubre de 1868 en el ingenio La Demajagua.
Agramonte tuvo la cualidad de ser un gran estadista y al mismo tiempo un gran militar. De su genio en el campo de batalla dan fe los cientos de combates y escaramuzas en las cuales participó en apenas tres años de contienda bélica, con signos de admiración para la epopeya más gloriosa de todas las suyas: el famoso rescate del brigadier Julio Sanguily, salvado de manos españolas por apenas 35 jinetes, acción acontecida el 8 de octubre de 1871.
El propio Agramonte, admirado de la valentía de sus soldados, comentaría al respecto: “(…) cargué por la retaguardia el arma blanca y los nuestros sin vacilar ante el número ni ante la persistencia del enemigo, se arrojaron impetuosamente sobre él, lo derrotaron y recuperamos al Brigadier Sanguily y cinco prisioneros más. El enemigo dejó once cadáveres. (...) Mis soldados no pelearon como hombres: ¡Lucharon como fieras!”.
De sus dotes intelectuales da fe la elaboración, junto a Antonio Zambrana, de la Constitución de Guáimaro, la primera de nuestras cuatro constituciones mambisas.
Sus soldados lo idolatraban, y creó la famosa Caballería Camagüeyana, el brazo militar de la Revolución mejor organizado. Hablaba bajo y solo el movimiento de sus manos y brazos podía hacer deducir el rumbo de la conversación o el regaño. “Allá está el Mayor salando a la gente”, decían sus subordinados, cuando apostrofaba al infractor de la disciplina.
Enseñó a leer a su ayudante y cuando la comida era escasa repartía el boniato entre todos, incluido su caballo. Tuvo sus contradicciones con Carlos Manuel de Céspedes por los modos de conducir la guerra; al extremo de retarse en duelo a muerte, pospuesto para cuando Cuba fuera libre.
Sin embargo, al final de la vida de ambos llegaba el entendimiento entre ellos. Martí, en su bella semblanza titulada Céspedes y Agramonte, reconoce ese entendimiento y como el Bayardo del Camagüey se oponía a que en su presencia se hablara mal del patriota oriental:
“Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: '¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del presidente de la República!'”.
El amor hacia la bella Amalia Simoni resulta antológico, como hermoso es el epistolario entre ambos: “Idolatrada esposa mía: Mi pensamiento más constante en medio de tantos afanes es el de tu amor y el de mis hijos. Pensando en ti, bien mío, paso mis horas mejores, y toda mi dicha futura la cifro en volver a tu lado después de libre Cuba. ¡Cuántos sueños de amor y de ventura, Amalia mía! Los únicos días felices de mi vida pasaron rápidamente a tu lado embriagado de tus miradas y tus sonrisas. Hoy no te veo, no te escucho, y sufro con esta ausencia que el deber me impone”.
El 11 de mayo de 1873 cae en combate. Realmente fue casi una escaramuza, pero de consecuencias funestas para la causa revolucionaria. Moría la figura de mayor renombre, luego de Céspedes; el bien llamado por Máximo Gómez “el Sucre cubano”; el insigne paladín de la libertad y patriota inmaculado.
Los españoles se adueñaron de su cadáver y lo profanaron. Para evitar que hubiera un lugar de veneración quemaron su cuerpo y esparcieron sus cenizas, pero cada soplo fue una llama de rebeldía y su ejemplo de cubano fiel y leal se esparció por todo Puerto Príncipe y por el campo de la Revolución.
Murió joven. Tenía apenas 32 años de edad y estaba en el cénit de gloria como guerrero y patriota. Al decir del Apóstol en la semblanza en su honor: “Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra…, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros”.
Y esa luz agramontina nos sigue guiando hasta nuestros días.
Tania
24/4/23 18:35
Excelente artículo.Gracias
Jesus
11/5/21 22:19
Ignacio Agramonte ejemplo de honor, valentia y amor a la patria
juliana
11/5/21 13:07
Con la verguenza de agramonte sabremos ganar grandes batallas
Narciso
11/5/21 19:43
Gracias por comentar.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.