“Para Cuba que sufre, la primera palabra”. Así rompió el silencio y prendió la atmósfera, mezcla de júbilo y zozobra, en el esbelto edificio del Liceo Cubano en Tampa, aquel 26 de noviembre de 1891. Era la primera chispa de un gran “incendio revolucionario”, para fundir y fundar. El primer discurso de José Martí en el sur de La Florida, donde “lo más visible y numeroso de la emigración de Cuba”, y donde más recia era la “persecución hábil de España”.
“¿Es la patria quien nos llama? Obedecemos, pues, que de seguro ella nos convoca para algo grande”, respondió “jubiloso” al convite que le hiciera Néstor Leonelo Carbonell, presidente del Club Ignacio Agramonte.
De madrugada, bajo lluvia tenaz, llegó aquel “hombre invencible”, porque no lo abandonó jamás “la fe en la virtud de su país”, como el mismo declaró al narrar aquellos días fundadores en “La Oración de Tampa y Cayo Hueso”.
Sus “primeras palabras” fueron, consecuentemente, para esbozarnos su concepto de patriotismo:
“¡Se dice cubano, y una dulzura como de suave hermandad se esparce por nuestras entrañas, y se abre sola la caja de nuestros ahorros, y nos apretamos para hacer un puesto más en la mesa, y echa las alas el corazón enamorado para amparar al que nació en la misma tierra que nosotros, aunque el pecado lo trastorne, o la ignorancia lo extravíe, o la ira lo enfurezca, o lo ensangriente el crimen!”.
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Como político y “sentidor” entiende el patriotismo como la consecuente armonización de sentimiento y actos para edificar la “casa propia”.
Por eso, la primera palabra que ha de palpitar en las entrañas cuando “se dice cubano”, es el amor, el acto por excelencia; pues solo quedan los “hombres de actos” y, sobre todo, “los de actos de amor. El patriotismo es el “viril tributo de cada cubano a otro” y la energía revolucionaria que los moviliza por el “bien de todos”. “De las entrañas desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ningún hombre vive feliz, ni el bueno, ni el malo”.
Fue el de Martí un patriotismo constructivo y aglutinador, codificado en clave amorosa, en contraste con el marco odioso de los colonialistas. Como una necesidad, “para resolver los problemas que ha anudado el odio” y como único modo de levantar una casa de paz y concordia perdurable, ya que “las piedras del odio, a poco de estar al sol, hieden y se desmoronan, como masa de fango”.
Un patriotismo significado también como compromiso, “respeto periódico a una idea de que no se puede adjurar sin deshonor”.
Ser patriotas es venerar lo sagrado que se ha acumulado, que se debe preservar, pero con nuevos heroísmos. “De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella”. “Este hombre ¡ah cubanos! - dice de un héroe del 68- , Merece toda nuestra veneración, y ante él, yo me reconozco pequeño, y no puedo hablar sino para saludarlo con la efusión del hijo agradecido”.
La guerra a la que convocaba era el más digno y legítimo camino para fundar esa “casa de amor”, “levantada con manos amigas”, y defender el honor de la familia cubana. El patriotismo brotaba de esa conjunción, del dolor por no tener casa propia y de “perseverar en el sacrificio” hasta conquistarla.
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Por eso el único pasaje hosco, de aquel encendido discurso, “Con todos y para el bien de todos”, es cuando alude, sin mencionarlo, al libro A pie y descalzo, de su compatriota Ramón Roa. No tuvo otra que ser implacable con un texto que consideraba inoportuno, en tanto hacía un recuento de las penurias sufridas en durante la guerra del 68.
No era entonces hora de azuzar el miedo a las tribulaciones, de atizar el miedo a la guerra, ni de asustar con el “sacrificio mismo” que apetecían los cubanos dignos.
Como no es este nuestro tiempo, “hora de hornos” como aquel, el de enrarecer voluntades con desesperanzas, o de impugnar la fe y el compromiso de los que obran por el bien común de la patria. De los que luchan “sobre la hiel y las olas”, con ese patriotismo alado que como “imposición divina, o marca de un fuego superior a la justicia misma de los hombres” y los hace “servir a su país de palabra o de brazo”. La Patria agradecida siempre querrá ver al guerrero, no “el extravío con que se desluce, sino el servicio con que la honró”.
Los que honran a Cuba y la defienden no pierden nunca ese “júbilo evangélico”. La fe en sus propias fuerzas no sucumbe ante los malos augurios de la odiosa manada, se palpan el corazón y lo reconocen sano, latiendo por nuevos sueños de justicia, frente a “las leyes de la naturaleza que alejan al hombre de la muerte y el sacrificio”, “contra conjuros veleidades y anatemas”, “contra la traición de los unos, la fatiga de los otros”.
Su lucha incluye, como la de Martí, “exaltar con el seguro raciocinio la vacilante energía de los que dudan”, “despertar con voces de amor a los que –perezosos o cansados – duermen” y “llamar al honor severamente a los que han desertado de su bandera”. Encender el júbilo y asfixiar la zozobra.
En Revolución seguimos y hay que seguir fundando en este archipiélago soberano y socialista que “llevan a las espaldas unos cuántos héroes y unos héroes y unos cuántos apóstoles, comidos, como de jauría, de todos los egoístas cuyo reposo turba la marcha de la santa legión”.
Es la “pelea eterna del vientre contra el ala”, entre patrioteros odiadores y patriotas martianos.
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