Cuando el mundo vive la peor pandemia de los últimos cien años, pudiera pensarse que el odio visceral del gobierno de los Estados Unidos contra Cuba, pasarían a un segundo plano y postergadas sus apetencias imperiales sobre el país.
Nada más alejado de la realidad, a pesar de que la COVID-19 se ha cebado en la propia población norteamericana, convirtiéndola en foco mundial con su alta carga de defunciones diarias. Pero el odio y la ambición pueden más que la razón y los sentimientos humanitarios que deben caracterizarnos en esta época de crisis.
Son más de dos siglos de hostilidad desde que en 1810, Tomás Jefferson se convirtiera en el primer presidente norteamericano en manifestar su interés sobre la »Isla del Azúcar». Una década después, en 1823, dan a conocer la Política de la Fruta Madura y en diciembre del propio año, la tristemente célebre Doctrina Monroe.
Luego sobrevendría la doctrina del Destino Manifiesto, los seis intentos de compra de la Isla y las dos expediciones anexionistas de Narciso López. También se incluiría el no reconocimiento de la beligerancia de los cubanos en su lucha contra España y el cierre de sus puertos a las expediciones insurrectas.
Llegado el año 1898, los mambises habían demostrado la posibilidad real de obtener por sí solos la independencia. La invasión a Occidente había sido todo un éxito y la metrópoli española había fracasado en su política de «hasta el último hombre, hasta la última peseta». Tampoco había dado resultado la genocida política de la Reconcentración de Valeriano Weyler.
El 15 de febrero de 1898 explotó en la bahía de La Habana el acorazado Maine, y de inmediato se desató en los Estados Unidos una feroz campaña contra España y a favor de intervenir en el conflicto armado: La fruta había madurado y no podía esperarse más.
La prensa amarilla yanqui abonó el terreno. «Usted suminístrenos unos dibujos, y yo le suministraré una guerra », había telegrafiado el magnate de la prensa William Herst a uno de sus corresponsales en La Habana.
El 11 de abril de 1898, el recién electo presidente de los Estados Unidos, William Mc Kinley solicitó al Congreso le autorizara a intervenir en la guerra en Cuba:
«(…) pido al Congreso que autorice y conceda poder al Presidente para tomar medidas a fin de asegurar una completa y final terminación de las hostilidades entre el Gobierno de España y el pueblo de Cuba; para asegurar en la Isla el establecimiento de un Gobierno estable, capaz de mantener el orden, observar sus obligaciones internacionales, asegurar la paz y la tranquilidad y garantizar la seguridad de sus ciudadanos y los nuestros».
En el propio mensaje, el mandatario yanqui dejaba bien claros sus propósitos de no reconocer la beligerancia cubana, ni al gobierno de la República en Armas:
«No sería juicioso ni prudente para este gobierno reconocer en estos momentos la independencia de la llamada República de Cuba. Semejante reconocimiento no es necesario para que Estados Unidos pueda intervenir y pacificar la isla. Comprometer este país ahora a reconocer un gobierno cualquiera en Cuba puede sujetarnos a obligaciones internacionales embarazosas hacia la organización reconocida. En caso de intervención, nuestros actos estarían sujetos a la aprobación de dicho gobierno. Estaríamos obligados a someternos a su dirección y a mantenernos en la mera relación de un amistoso aliado».
La representación insular en los Estados Unidos se opuso de inmediato a estas apetencias. Gonzalo de Quesada, en carta publicada por la prensa norteamericana, escribía: «Nos opondremos a cualquier armisticio o intervención que no tenga como su objetivo expreso y declarado la independencia de Cuba».
De nada valieron esas advertencias. Dos días después de la solicitud; el 13 de abril de 1898–hace ahora 122 años-, William Mc Kinley recibía la autorización.
El 19 de abril, el Congreso aprobaba la famosa Resolución Conjunta y el 20, fue sancionada por el presidente. Cinco días más tarde: el 25 de abril de 1898, Estados Unidos declaraba oficialmente la guerra a España e iniciaba la primera conflagración imperialista de la historia.
Luego vendría, como se conoce, la frustración de nuestra independencia y una República neocolonial de 56 años, mediatizada por la existencia de la Enmienda Platt. Hoy, a 60 años de Revolución, esas apetencias imperiales se mantienen.
Pero los tiempos son otros para los cubanos, quienes aprendimos bien la lección. En la VII Cumbre de Las Américas en Panamá, el 10 de abril de 2015, el general de Ejército Raúl Castro significó: «Hace 117 años, el 11 de abril de 1898, el entonces Presidente de los Estados Unidos solicitó al Congreso autorización para intervenir militarmente en la guerra de independencia que por cerca de 30 años libraba Cuba en esos momentos, ya ganada prácticamente al precio de ríos de sangre cubana, y este —el Congreso americano— emitió su engañosa Resolución Conjunta, que reconocía la independencia de la isla 'de hecho y de derecho'. Entraron como aliados y se apoderaron del país como ocupantes».
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