Por: Ernesto Limia Díaz
El 10 de diciembre de 1898 se cerró en París el trato con que culminó la primera guerra imperialista de los tiempos modernos: los españoles perdieron sus últimas posesiones en América, la isla de Guam y Filipinas; mientras que Estados Unidos quedó convertido en potencia mundial con un imperio en ultramar. A espaldas del pueblo cubano se acordó que España renunciaba a todo derecho de soberanía y propiedad sobre la Mayor de las Antillas, que sería ocupada por un gobierno militar estadounidense con carácter temporal. La paz dejó en un limbo legal —pues estaba supeditada a las leyes norteamericanas— la independencia de Cuba, tema que ni siquiera se mencionó en la Ciudad Luz. El senador Henry Cabot Lodge, uno de los adalides del expansionismo y de la anexión de Cuba a la Unión, al hacer un balance de este resultado escribió poco después que, pese a su corta duración, el conflicto tuvo un alcance esencial, concienzudamente calculado:
Por espacio de trescientos años se ha estado presenciando en el mundo, el conflicto […] entre la gente que habla inglés, por un lado, y los franceses y los españoles por el otro, con respecto a la dominación de América. Francia cayó […] en 1760, y ahora, en 1898, desapareció por completo el vestigio que quedaba del poder español en el Nuevo Mundo. Semejante resultado era inevitable. La gente que habla inglés posee ya, por lo menos, la mitad de la América, y ha cerrado la otra mitad y las grandes islas del mar de las Antillas a toda otra dominación […]. Tal fue, y no otro, el objeto inmediato, y el propósito real de la guerra […] (Rodríguez, 1900: 423-425).
Después de 30 años de lucha, Cuba quedó sometida a un régimen de facto que no halló otro fundamento ni forma constitucional de manifestación, que los mandatos del general John R. Brooke, gobernador militar instalado en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales el 1.º de enero de 1899, a quien el presidente William McKinley dotó de amplias facultades. Brooke advirtió que necesitaba de aliados en las filas insurrectas y llamó a su despacho a Domingo Méndez Capote, presidente de la Asamblea de Representantes y partidario de Tomás Estrada Palma, para proponerle la secretaría de Estado y Gobernación —la cartera civil más importante del gobierno—. Méndez Capote no titubeó. Dos autonomistas recibieron cargos: José González Lanuza, secretario de Justicia e Instrucción; y Pablo Desvernine, Hacienda y Obras Públicas. Adolfo Sáenz Yáñez, partidario del régimen colonial, asumió Comercio, Agricultura e Industria.
El 14 de enero de 1899, el gobernador militar de Ciudad de La Habana, general William Ludlow, constituyó el Ayuntamiento y designó alcalde a Perfecto Lacoste, hacendado que colaboró con la inteligencia mambisa y se puso al servicio yanqui tras la intervención. Como jefe de policía nombró al general Mario García-Menocal Deop, graduado de ingeniero civil en la Universidad de Cornell, Estados Unidos, y jefe del Estado Mayor del Departamento Oriental del Ejército Mambí.
Con gran lentitud el comercio empezó a moverse y los campos a cultivarse, pese a la falta de medios. A golpes de azada los campesinos labraban una tierra jíbara y caían exánimes sobre los surcos, derribados por la fiebre, el hambre o la fatiga. La tensión política, en cambio, se mantuvo invariable, pues parte importante de las fuerzas mambisas continuaba en sus campamentos. A Estados Unidos le urgía disolver el Ejército Libertador. Ya tenía en Cuba 45 000 hombres, pero la situación en Filipinas se agravaba por la renuencia de sus patriotas a aceptar el estatus de colonia después de proclamarse en República. Como consecuencia de ello se empantanó la discusión en el Senado para la ratificación del Tratado de París. Adquirió tal encono, que Henri C. Lodge, uno de los adalides del bloque expansionista y de la intervención en Cuba, la describió como “…la batalla más dura que yo haya presenciado” (Morison, Commager y Leuchtenburg, 1988: 601).
En vísperas de un año electoral, el presidente William McKinley no estaba en condiciones de encarar otro conflicto que impactara en los asuntos domésticos de Estados Unidos, menos un brote insurreccional en Cuba; aunque encontraran la manera de desplegar fuerzas suficientes para enfrentar las dos guerras y aplastar ambos levantamientos en el orden militar —lo que no era tan sencillo, pese al crecimiento de su Armada y el florecimiento de su industria bélica—.
El desmembramiento de China parecía amenazar el comercio norteño y anular con ello parte del valor de Filipinas. Estados Unidos necesitaba preservar la integridad del gigante asiático y desviarse de ese objetivo les facilitaba las cosas a Alemania, Rusia y Japón, estos dos últimos a punto de liarse a cañonazos por el control de Manchuria. McKinley se preguntaba cómo disolver las fuerzas mambisas en el más corto plazo, pues la Asamblea de Representantes seguía empeñada en una fórmula que él declaró inadmisible, y solo dilataba el problema: $10 000 000 de los ingresos de Aduana o de otras rentas de Cuba, en concepto de pago por haberes atrasados a los integrantes del Ejército Libertador.
Estados Unidos precisaba de un milagro y ese milagro podía provenir de Máximo Gómez. McKinley le pidió al abogado inglés Robert P. Porter, su mediador ante Estrada Palma, viajar a Cuba e intentar establecer contacto con el Viejo. Eran conocidas sus contradicciones con la Asamblea y se proponían reavivar su esperanza en una solución de compromiso para obtener su apoyo.
Gómez estaba preocupado: el 6 de enero de 1899 escribió al presidente de la comisión ejecutiva de la Asamblea, general Rafael Portuondo Tamayo, solicitándole intercambiar sobre la gravedad de la presencia norteamericana en la Isla, y este no le hizo caso. Consideró que Gómez observaba la situación política cubana con ojos desmesurados y, el 11 de enero, en una nota confidencial de respuesta, lo llamó a esperar hasta que rindieran cuenta los comisionados que habían viajado a Washington para reunirse con el presidente McKinley; al tiempo que lo instó a no dudar de las buenas intenciones de Estados Unidos. Estaba tan inquieto el Viejo que el 14 de enero insistió —esta vez— con el mayor general José Mayía Rodríguez, jefe del Departamento de Occidente del Ejército Libertador: “¿A qué y por qué la ocupación militar de Cuba? ¿Acaso somos nosotros bandidos cuando hemos azorado al mundo con nuestros hechos gloriosos?” (Gómez, 2003: 152).
Estrada Palma sugirió a Robert P. Porter sumar a la misión a Gonzalo de Quesada. El 30 de enero arribaron a La Habana. No más pisar tierra, el mediador visitó a Brooke para entregarle una carta en la que el secretario de la Guerra, general Russell Alger, comunicaba que Porter actuaba como comisionado especial para Cuba y Puerto Rico del presidente. Porter notificó la orden de McKinley: Brooke debía sostener una conferencia amistosa e informal con Gómez, que facilitara la disolución del Ejército Libertador en armonía, sobre la base de distribuir $3 000 000 entre sus combatientes, a cambio de que entregaran las armas.
Quesada visitó el periódico La Discusión: “No tengo la más remota desconfianza de la buena fe del gobierno americano; antes, al contrario, creo firmemente que realizará cuanto ha ofrecido en los documentos oficiales” —dijo—. Y después de jurar y perjurar sobre la buena fe de McKinley y de su gabinete en pleno, concluyó: “Debemos mirar a los americanos como nuestros verdaderos amigos y confiar en ellos, que Cuba será pronto una República” […] (Martínez, t. I, 1929: 40-41).
Culminadas sus diligencias en La Habana, los dos emisarios de McKinley partieron en tren rumbo a Remedios, para encontrarse con el Generalísimo. Gonzalo de Quesada se presentó en el campamento, solo. Quería explorar antes su posición y prepararlo para la entrevista con Porter. Se explayó para persuadirlo acerca de la buena voluntad de McKinley y le aseguró que Estrada Palma aprobaba los términos dictados por la Casa Blanca. Gómez lo escuchó contrariado. Le tenía cariño; pero no le agradó que pusiera “…a los yanquis por las nubes, como si fueran habitantes de Júpiter que andan viajando por la Tierra” (Gómez, 2003: 156).
En la mañana del 1.º de febrero, Gómez cabalgó hasta el poblado. Meditó mucho desde su conversación con Quesada: el país estaba destrozado, el anexionismo era fomentado por estadounidenses y españoles, y de momento una nueva guerra resultaba insostenible. Tampoco estaba dispuesto a soportar impasible aquella prueba que parecía tenerle reservada el destino “…de sufrir con paciencia la humillación más triste e injusta impuesta por la fuerza a este pueblo heroico y virtuoso” (Gómez, 2003: 167). Al llegar a Remedios se dirigió al hotel Mascotte, donde lo esperaba Porter. Hablaron durante hora y media. El comisionado manifestó que Estados Unidos no pretendía la anexión de Cuba. Con la intervención se proponían erigir una administración perfecta para organizar los ayuntamientos y restablecer la paz luego de licenciar al Ejército Libertador. Disponían de $3 000 000 por concepto de ayuda a cambio de la entrega de las armas, como había sugerido en Washington el general Calixto García Íñiguez.
Gómez se mostró satisfecho al saber que los rumores sobre una ocupación permanente eran infundados. Apreció razonables los términos del licenciamiento y requirió que seis oficiales cubanos —uno por cada provincia— distribuyeran el dinero junto a seis estadounidenses, puestos de acuerdo sobre la forma más equitativa y conveniente de hacerlo. Opinó que la mayoría del país anhelaba resolver este problema y prometió responder cuanto antes a McKinley.
No creyó aconsejable en aquel contexto otro camino que no fuese la transacción, y ya era tal su incomunicación con la Asamblea —y tan cansado estaba de desavenencias estériles—, que resolvió pasar por encima de ella e imponer su criterio, sin detenerse a pensar que, más allá de su voluntad, con esa conducta facilitaba los planes de Washington. Incluso, si “…políticos inescrupulosos pusieran a los Estados Unidos en posición de romper su palabra, yo apelaría al presidente y al pueblo americano, confiaría en su sentido de la justicia, [y en] que ellos defenderían nuestra causa, no con las armas, sino por medio de la prensa y el Congreso” —declaró a The New York Journal, en una entrevista que por encargo de ese periódico le hizo Gonzalo de Quesada— (Gómez, 2003: 172).
De camino a su campamento, tomó una resolución: apoyaría la proposición de McKinley. A continuación, le envió un retrato suyo al mediador con una nota de cortesía y despachó un telegrama a la Casa Blanca: “He tenido mucho gusto en conferenciar con su comisionado Mr. Porter, presentado por mi amigo Quesada, y quedo enterado y contento de los deseos de Ud. En breve marcharé para La Habana a conferenciar con el general Brooke para que todo marche bien, siguiendo los consejos de Ud., y para cooperar gustoso a la reconstrucción de Cuba”. El mandatario estadounidense respondió por conducto de Porter: “Transmita al general Gómez cordiales cortesías y mi aprecio y gratitud por su franco y amigable mensaje. La cooperación del general Gómez en la pacificación de Cuba será del mayor valor para ambos pueblos” (Martínez, t. I, 1929: 42-43).
La Administración MacKinley quedó en libertad para encarar el problema filipino: 72 horas después, en la noche del 4 de febrero, un centinela yanqui disparó y dio muerte a un soldado filipino que intentó cruzar un puente en Manila. El general Emilio Aguinaldo declaró a la República en estado de guerra. Frederick N. Funston, oficial de la Inteligencia Militar que entre 1896 y 1897 espió dentro de las filas del Ejército Mambí —en el que llegó a mandar la Artillería del Departamento Oriental con grado de teniente coronel—, destacado entonces en Filipinas, se jactó de que podía “…maltratar a estos asiáticos cabezas de proyectil hasta que pidan piedad a gritos” (Morison, Commager y Leuchtenburg, 1988: 601).
McKinley interpretó que el curso de los acontecimientos en Cuba se enrumbaba a su favor y el 16 de febrero lo adelantó en un discurso en Boston:
Las Filipinas, como Cuba y Puerto Rico, quedaron confiadas a nuestras manos a causa de la guerra, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso humano y la civilización estamos comprometidos a encargarnos de esa gran custodia (…). No podíamos desechar las responsabilidades que pesaban sobre nosotros hasta que esas colonias fueran nuestras, fuera por conquista o por tratado. No nos preocupaba el territorio ni el comercio ni el imperio, sino el pueblo cuyos intereses y destino, sin que nosotros lo quisiéramos, habían sido puestos en nuestras manos (Faulkner, 1972: 626-627).
Todo estaba dicho; al menos, eso pareció.
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