El presidente electo de Brasil, el izquierdista Luiz Inacio Lula da Silva, y el saliente de tendencia ultraderechista Jair Bolsonaro, no se han visto las caras en la actual etapa de transición de gobierno, dejada en manos de vicepresidente que entrará en funciones, Geraldo Alckim, y el ministro de la Casa Civil, Ciro Nogueira. El contexto de este traspaso indica las dificultades que podría enfrentar el nuevo Ejecutivo.
Un índice de eventuales tropiezos parte de la mayoría conservadora que rige en el Congreso Nacional, un muro contra cualquier paso que intente dar el nuevo Consejo de ministros.
El Partido Liberal (PL) de Bolsonaro tiene la mayor bancada de la Cámara de Diputados, con 96 escaños, de 513. En esa circunstancia, para el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula será muy difícil construir una mayoría, ya que las decenas de partidos representados están situados entre el centro y la extrema derecha.
En el Senado, el PL también posee la mayor bancada, 14 de 81. El presidente colocó ocho senadores más, y muchos son antiguos altos cargos del Gobierno saliente.
Lo habitual es que en el período transicional estén presentes los mandatarios –entrante y saliente- pues además del análisis de la situación del país se crean condiciones, en especial presupuestarias, para el funcionamiento del nuevo gabinete.
En Brasil es casi imposible que eso suceda. El ultraderechista Bolsonaro, 67 años, fracasado en su intento de reelección por apenas un punto porcentual de diferencia, no tuvo siquiera la decencia de felicitar a Lula, ganador del balotaje del pasado día 30. Se mantuvo en silencio absoluto por más de 48 horas desde que se anunciaron los resultados, en tanto tejió un clima de rechazo al gobierno que asumirá el primer día del próximo año.
Bolsonaro no niega el odio que siente hacia lo que Lula representa.
El fue, y se dice honrado, el títere escogido por la oligarquía brasileña, arropada por Estados Unidos (EE.UU.), para candidatearse en 2018. Favorito de los electores más conservadores, mantiene vivas sus políticas neofascistas, discriminadoras y de rechazo a cualquier cambio a favor de los pobres, negros, mujeres e indígenas.
Es notorio que su fanfarronería y sus poses machistas buscan desviar la atención sobre su mal gobierno, su incumplimiento de promesas económicas, su loa a la muerte al legalizar la venta de armas y el desmantelamiento de la política medioambiental del país.
Padre de cinco hijos con tres esposas, el oscuro exdiputado durante 27 años consecutivos, es ídolo de una parte de Brasil que aborrece lo que el cataloga de ¨comunismo” y las políticas de igualdad social.
Luego de las trampas judiciales impuestas a Lula –a quien sacaron con mentiras de las elecciones de 2018- y de sus descabelladas declaraciones públicas y continuas mentiras difundidas en Internet, este excapitán del Ejército en cuatro años logró la polarización política de la nación con métodos en algunos casos macabros. Es significativo cómo se aprovechó de la incultura sanitaria de la población para ignorar la pandemia de la Covid-19 e impidió la vacunación masiva contra la enfermedad.
Con un personaje de esas características, apoyado por la maquinaria ultraderechista, la nueva gerencia deberá enfrentar la división política-ideológica del país, controlar al Congreso Nacional mediante alianzas que no siempre serán satisfactorias y trabajar para demostrar que la derecha esconde mentiras y fracasos.
Lula es reconocido como un gran articulador político, quien en sus tres períodos presidenciales tuvo –y mantiene esa línea- como vice a un amigo de la clase empresarial. Alckmin fue gobernador de Sao Paulo durante dos mandatos, lo cual facilitaría un entendimiento con el poder económico de Brasil.
APOYO MUNDIAL
Los planes discordantes de la derecha no nublaron el clima democrático y de excelente repercusión internacional que trajo consigo la victoria del político que, en ocho años, transformó para bien la vida de la parte mayoritaria de la población pobre del país.
Lula, de 77 años, tiene la ardua tarea de reconstruir una nación en la que la ciudadanía participe en las decisiones oficiales, en contraste con el actual escenario de división y estado de guerra.
La primera prioridad del nuevo gobierno es eliminar el hambre. De nuevo, porque Brasil salió del mapa de la miseria de Naciones Unidas en 2014, como logro de las administraciones de Lula y de su sucesora, también del PT, Dilma Rousseff (2011-2016). El país volvió al mapa en 2018, con 33 millones de hambrientos en 2021.
Lula prometió rescatar la credibilidad internacional de Brasil y recuperar su protagonismo en la lucha contra la crisis climática.
El nuevo gabinete reducirá, dijo, la deforestación, especialmente en la Amazonia, como paso indispensable para recuperar el sistema nacional de protección ambiental, después que Bolsonaro lo destruyera, al estimular actividades ilegales como la minería informal, incluso en tierras indígenas amazónicas.
Un gesto atestigua la confianza internacional en Lula. Noruega anunció la reanudación de sus aportes al Fondo Amazonia, tras oficializarse el triunfo del exgobernante. Ello supone la disponibilidad de 483 000 000 de dólares destinados a financiar el desarrollo sustentable de la región.
Dueño de la mayor biodiversidad del mundo y de una matriz energética entre las más renovables, Brasil es clave para la situación climática mundial, pues posee en su territorio cerca del 60 % del bioma amazónico.
Para asegurar los derechos de los siempre atropellados indígenas, Lula prometió crear el Ministerio de los Pueblos Originarios.
Todos estos planes, sin embargo, tropezarán con los desequilibrios fiscales dejados por Bolsonaro y el cuadro adverso en la gobernabilidad que seguramente fomentarán los ultraderechistas fortalecidos en el Congreso Nacional. También los estados más ricos y poblados del llamado gigante del Sur, serán administrados por gobernadores conservadores en los próximos cuatro años.
Aunque aun adormecidos por el adoctrinamiento ideológico del bolsonarismo, que divulgó mentiras como el cierre de iglesias y cultos si ganaba Lula, la mayoría de los brasileños, se espera, recobrarán su cordura política en la medida que observen cambios positivos en la sociedad y queden desenmascaradas las falsas críticas del derechismo.
Lula da Silva es un hombre de pueblo, obrero, progresista, con una nueva agenda inclusiva que despertará fuerzas vivas, antes atrofiadas por la actitud negativista anterior.
En uno de sus recientes discursos, el presidente electo dejó claro que no gobernará –como hizo su antecesor- para una parte de la población, sino para todos los brasileños. Y cuando lo demuestre, este hombre que dictó en sus anteriores mandatos la ley de la libertad religiosa, atraerá de nuevo a los rezagados.
A la coalición central del bolsonarismo –evangélicos, militares, agronegociantes, y empresariado- le resultará difícil mantenerse viva fuera del poder, ya que posee intereses divergentes y carece de un partido que sobreviva sin un ideario convincente.
Estos dos meses de transición hasta la toma de posesión mostrarán cuan empedrado son los objetivos en un Brasil polarizado en la arena electoral, en principio. Y cuan inteligente será la nueva administración para eliminar los obstáculos.
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