La reciente cumbre del G-7, integrado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido, puso en evidencia por estos días en la ciudad francesa de Biarritz, que ese conglomerado ya suena anacrónico a partir de su ineficacia, su falta de sincronización con los nuevos tiempos globales, y sus cismas internos, especialmente cuando debe asimilar la presencia de personajes tan controvertidos como Donald Trump y el premier británico Boris Johnson.
No son pocos los que así lo consideran. La analista Luisa Carradoni, por ejemplo, escribía que “el G-7 es un foro que pierde influencia y empieza a reflejar un mundo de ayer”, y precisaba que en la actualidad se trata de un entramado caracterizado “por la debilidad económica de sus miembros”, la pérdida de fuerza de sus dirigentes, y la existencia entre ellos de acérrimos partidarios del aislacionismo y la defensa de sus intereses muy particulares.
Lo cierto es que si el grupo reunido en Biarritz representaba años atrás el setenta por ciento del Producto Interno Bruto mundial, hoy apenas suma el cuarenta por ciento, y al decir de la Carradoni, dos de sus alistados, “Italia y Canadá, ocupan sillas que podrían haber cedido a China y la India, mucho más poderosos económicamente.”
Por lo demás, Donald Trump con su política de “los Estados Unidos primero”, y Boris Johnson, con su alternativa de un Brexit duro en el cercano octubre, resultan cuñas que debilitan en buena medida las posibilidades de un concierto más estrecho entre las grandes economías capitalistas.
El presidente norteamericano, envuelto en su desvariada guerra comercial con China, llegó incluso a amenazar a Francia con elevar los aranceles a los vinos galos exportados hacia los Estados Unidos, en un claro indicio de que “no tiene paz con nadie.”
En ese entramado, el anfitrión de esta Cumbre, el presidente francés Emmanuel Macron, debió soslayar la consecución de una Declaración Final para evitar el riesgo de que, como sucedió en la cita precedente (Canadá), su impredecible colega gringo decidiese no firmarla.
Está claro que el líder galo tenía sus planes propios. Pretendía, entre otras cosas, fortalecer las posiciones que abogan por un enfrentamiento a las desastrosas consecuencias del cambio climático, a tono con el pacto de París que también Donald Trump ha desechado.
Dijo desear también un análisis sobre las posiciones occidentales con relación a Rusia, e incluso invitó a Biarritz al canciller iraní, Mohammad Javad Zarif, con la intención de mostrar la voluntad de París y de otras capitales europeas firmantes, de mantener la vigencia de pacto nuclear concertado con Teherán, el mismo que Trump (otra vez Trump) abandonó unilateralmente en 2015, con lo que redobló las tensiones con la nación persa y en Asia Central y Oriente Medio.
En consecuencia, no puede sorprender a nadie que la imagen del G-7 está en franco deterioro, no solo entre las decenas de miles de personas que suelen protestar a las puertas de las salas de reuniones donde se juntan los “líderes capitalistas” y estiman a ese entramado como una suerte de exclusivista “junta de los poderosos”, sino además entre aquellos que, “comprometidos” con el grupo, lo consideran pasado de moda y alejado de las realidades concretas que hoy definen al planeta.
Por demás, está el papel destructivo de Donald Trump, que como “pretendida cabeza” de la primera potencia capitalista y “líder del Mundo Libre” (aquel de los comics de Superman y los Halcones Negros), ha optado por desconocer consensos, imponer criterios, verter desbordadas amenazas, y desoír recomendaciones y peticiones de sus presuntos aliados,
Eso sí, sin dejar de utilizarlos como “carne de cañón” en sus aventuras hegemonistas, ni transformarlos en blancos de un conflicto armado mundial al pretender llenar sus respectivas geografías de misiles Made in USA apuntado hacia Rusia y China.
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