No obstante, hay quienes a la hora de sopesar las consecuencias, no parecen valorar demasiado lo que puede constar la alianza, el maridaje y la utilización de extremistas apegados a la violencia irracional… o simplemente les importa un bledo semejante desembolso si con ello logran avanzar en sus “globales aspiraciones supremas”.
De hecho es una suerte de “doctrina” que viene desde los años del empeño norteamericano por empujar a la extinta Unión Soviética a una costosa guerra en suelo de Afganistán como aliada de las autoridades locales de izquierda, que finalmente resultaron depuestas por la acción de los matarifes que bajo la bandera de la pretendida yihad islámica devinieron en el hoy también proscrito régimen de los talibanes.
Así que cuando a importantes personeros de Washington se les preguntaba en torno a los peligros de asociarse con terroristas en Oriente Medio y Asia Central, la respuesta era tajante: ningún riesgo resulta comparable al hecho de defenestrar a la URSS.
Y en concordancia con tales presupuestos, los que serían pretendidos autores de los ulteriores atentados del once de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, fueron recibidos en Washington como héroes anticomunistas, y nada impidió además que, luego de la “represalia antiterrorista” de George W. Bush en Afganistán e Iraq, los gobiernos occidentales -con los Estados Unidos a la cabeza- persistiesen y persistan en cultivar y estrechar lazos con la mismísima Al Qaeda y sus muchas vertientes, en el empeño por ir cercando de hostilidad las fronteras sureñas de Rusia y China.
Y en ese controvertido juego mortal siempre existe la posibilidad de tener que pagar determinadas cuotas que incluso, no pocas veces, han dado trigo a los hegemonistas para pintarse una y otra vez de notorios “luchadores antiterroristas”, mientras tras bambalinas nada cambia los lazos tácticos con los titulados yihadistas, parte clave de la comparsa agresiva mesoriental a la que también se suman los regímenes autocráticos de la zona y el sionismo israelí.
Así, por ejemplo, Londres no escapó el 7 de julio de 2005, justo diez años atrás, de percibir en carne propia las derivaciones de armar, entrenar y alentar a extremistas capaces de morder la mano de sus protectores a cuenta del estallido de disconformidades fugaces o reprimidas.
Así, en la citada fecha, y con un intervalo de una hora entre ambos atentados, varios coches del servicio de metro de la capital británica volaron por los aires bajo lo efectos de poderosas bombas, junto a otro ataque dinamitero contra el servicio local de ómnibus.
En total cincuenta y seis personas, incluidos los terroristas suicidas, perecieron casi al instante, mientras que otros setecientos pasajeros resultaron heridos. Un civil inocente moriría luego bajo las balas de la policía porque se hizo sospechoso a varios agentes.
Apenas dos semanas después, el 21 de julio, se produjeron nuevos ataques parciales contra los mismos objetivos, sin que se reportasen víctimas mortales ni el apresamiento de responsables.
¿Y acaso varió la muerte y la destrucción la línea de acción de los impulsores de la “conveniente” alianza con los terroristas?
“Los muertos al hoyo, y los vivos al pollo” sería sin dudas la mejor manera de explicar el comportamiento inmediato de Washington y sus obsecuentes aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, fieles al ya citado acciona de que siempre será menos complicado aplastar o redomesticar a un extremista descarriado, que diluir compromisos con quienes han sido y son utilizados masivamente en determinados escenarios estratégicos para intentar hacer imperecederos los “paradigmas hegemonistas.”
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