La posibilidad de un juicio político contra el presidente brasileño Jair Messias Bolsonaro parece que ahora carece de condiciones, salvo que Estados Unidos —quien gestó la estrategia para poner al excapitán del Ejército en el Palacio de Planalto— decida que llegó la hora de ponerlo en la calle.
Bolsonaro, un político de baja monta que estuvo 28 años en la Cámara de Diputados, subió de manera vertiginosa en las elecciones del 2018 mediante un bien urdido plan en que actuaron de manera meticulosa los altos mandos militares, la oligarquía nacional, la media hegemónica, sus bases electorales en las iglesias evangélicas y, muy en especial, una engrasada campaña en las redes sociales.
El pueblo brasileño, de baja instrucción educacional y política, una vez más se dejó llevar por los cantos de sirena de un político derechista que prometió “limpiar” un país en recesión económica, corrupto por tradición y sin líderes de izquierda suficientemente fuertes, con bases organizadas y un plan definido con vistas a las elecciones de 2022.
Esa es la situación que dejó el régimen del también derechista Michel Temer, vicepresidente de la destituida Dilma Rousseff, a quien traicionó y llevó a un juicio político en que se unieron el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal de Justicia (STJ) y la prensa derechista que la desprestigió y puso en la picota pública.
A Bolsonaro, un fantoche político, ridículo hasta el extremo de autobautizarse como el Trump tropical, en alusión a su par, el alucinante mandatario de EE.UU. Donald Trump, el gobierno de Brasil le queda grande, pero tiene buenos apoyos que lo afianzan en el Palacio de Planalto.
En primer lugar está EE.UU. a quien le conviene mantenerlo en el cargo, pues está, dispuesto a entregarle hasta el Amazonas donde pondrá una base militar, mientras vende las principales empresas nacionales, entre ellas, y por partes, la gigantesca petrolera Petrobrás, las tierras indígenas. Sectores extranjeros, en especial estadounidenses, están interesados en extraer las riquezas de la más importante economía de América Latina y El Caribe.
Bolsonaro, conocedor de los intereses del imperio norteño, ni siquiera parece preocupado por un juicio político porque, al menos por ahora, él sabe que no ocurrirá.
Para hacerlo viable hay varios factores que, si no se alinean como los planetas, impedirán que el excapitán dé cuenta de sus impensados actos ante los poderes del Estado que él mismo llama a destruir: el Congreso Nacional y el STJ.
Ante el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, hay más de 20 solicitudes de juicio político contra el mandatario. El pasado jueves, líderes de siete partidos de centroizquierda junto a organizaciones sociales, intelectuales, artistas y científicos, entre otros, presentaron un pedido colectivo para el juzgamiento del dignatario que asumió el 1 de enero de 2019.
Maia ya adelantó que este no es el momento de iniciar un proceso, dada la cruenta pandemia de la COVID-19, que dejó hasta el pasado martes 375 000 casos de infectados y más de 23 000 muertes, las cifras más altas de Latinoamérica.
El mandatario da importancia mínima a la situación. Por el contrario, convida al retorno al trabajo para aliviar la recesión económica que amenaza su mandato.
Para que el jefe de la Cámara acepte las peticiones, son necesarios 342 votos para iniciar el proceso, y él no quiere fallar. Primero debe tener la certeza de que la mayoría de los legisladores aprobarán el juicio, y luego que el clamor popular lo respalde. En ello le va el prestigio y también el cargo.
El mandatario es acusado de cometer crímenes de responsabilidad, atentar contra la salud pública y arriesgar la vida de la población por su inadecuado comportamiento ante las directivas de la Organización Mundial de la Salud; estimular actos contra la democracia, agredir a la prensa brasileña, atacar a la economía. También violar la Constitución y otra larga serie de delitos constitucionales y electorales.
Quizás si el presidente no fuera Bolsonaro, que se quedó sin tres ministros en menos de un mes entre abril y mayo, ya habría sido destituido. Ahora no es conveniente para Washington que uno de sus más firmes aliados, y el más importante desde el punto de vista estratégico y económico, salga del ruedo.
Con el plan tendrían que estar de acuerdo las fuerzas militares, cuyas voces son los uniformados que forman su Ejecutivo.
El general Augusto Heleno, a cargo del Gabinete de Seguridad Institucional tras comandar las fuerzas de la Organización de Naciones Unidas en Haití, descartó de plano —al menos así se proyectó— que haya un golpe de Estado, una intervención militar o la instalación de una dictadura militar, alertas hechas por los partidos de izquierda ante la postura del presidente en asuntos internos.
Las declaraciones de Heleno siguen a las de la diputada federal Bia Kicis, una aliada de Bolsonaro, quien defendió la pasada semana una mediación militar constitucional, si no dejan gobernar a Bolsonaro.
Kicis se quejó de la “verdadera ingeniería de pánico durante la pandemia”, en relación con las orientaciones de la Organización Mundial de la Salud
Heleno, de 72 años, dijo que “los militares no van a dar un golpe. Eso no pasa por la cabeza de nuestra generación, alejada de la de 1964” (cuando se instauró la dictadura).
Dos comunicados emitidos en el último mes por el ministro de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, insisten en el compromiso castrense con la Constitución.
Azevedo e Silva intentó calmar la opinión nacional, luego que el presidente participara en Brasilia en actos públicos —inequívocamente golpistas— en los que pidió a sus seguidores el cierre del órgano legislativo y el STJ.
Asimismo, otro elemento que impulsaría la destitución de Bolsonaro es la opinión popular, que hasta ahora lo favoreció, pues los números han variado.
Según resultados de un sondeo divulgado por el diario Folha de Sao Paulo y realizado por el Instituto Datafolha en abril pasado, el 48 % de entrevistados rechaza abrir un proceso contra el líder ultraderechista, mientras que el 45 % se muestra favorable a ello. Un 6 % de los entrevistados prefirió no posicionarse. Se trata de un empate catastrófico que congela el ambiente y permite la supervivencia del controvertido político.
Su base de apoyo electoral parece estable —según Datafolha— el 33 % consideran su gestión “buena u óptima”, el 38 % la califica de “mala o pésima”, y el 26 % de “regular”. Las preguntas se hicieron por teléfono en medio del descontrol de la pandemia en Brasil, que además carece de un sólido sistema de salud.
Luego de la divulgación de un video de un Consejo de Ministros aprobado por el STJ, en el que en 50 minutos el presidente profirió 34 obscenidades, el pasado día 20 una pesquisa de la empresa XP/Ipespe apuntó el peor índice de aprobación al presidente desde su asunción. Los que consideraban el gobierno ruin o pésimo llegaron al 50 %. La faja que lo juzgaba regular o malo se encogió al 23 %, y los que continuaban creyendo que era bueno u óptimo descendió del 31 para el 25 por ciento.
Todo esto ocurre en medio de una crisis gubernamental que alcanzó su punto álgido con la renuncia del ministro de Justicia, Sergio Moro, el ex juez federal de Curitiba que montó la farsa judicial contra el expresidente Luiz Inacio Lula da Silva para condenarlo e impedir su candidatura en 2018.
Bolsonaro es un hombre que ejecuta sin contar con sus allegados. El destituyó al jefe de la Policía Federal, Maurício Valeixo, hombre de absoluta confianza de Moro, para evitar que investigara delitos cometidos por sus hijos Flavio, Eduardo y Carlos.
Valeixo colaboró con el exministro durante las indagaciones de corrupción en la estatal Petrobrás. El titular acusó al mandatario de intervenir en asuntos concernientes a su Ministerio. Y se retiró, acusándolo de numerosos delitos.
Tras varios días de incertidumbre, Bolsonaro nombró al abogado general del Estado, André Luiz de Almeida Mendonça, en la cartera de Justicia y Seguridad Pública. Al frente de la Policía Federal a Alexandre Ramagem, exdirector de los servicios secretos y próximo a su familia.
El concejal de Río de Janeiro, Carlos Bolsonaro, es acusado de dirigir grupos de odio en las redes sociales contra miembros de la izquierda y partidos progresistas, las cuales operarían desde el Palacio de Planalto.
Otra imputación marcha contra el senador federal Flávio Bolsonaro, quien en su etapa como diputado regional en Río de Janeiro participó en una trama de presuntos fraudes y blanqueo de capitales. También se le considera el jefe de las milicias paramilitares que actúan en ese Estado y asesinaron a la concejala municipal Mairelle Franco hace dos años.
El también legislador Eduardo Bolsonaro tiene al menos cuatro denuncias en el Consejo de Ética de la Cámara de Diputados, que, de ser aprobadas en el recinto, culminarían con su destitución.
Mientras, el llamado bolsonarismo está muy activo en las calles. En las redes sociales exigen una intervención militar y el cierre del Congreso.
El presidente, a pesar del alto pago que deberá realizar, negocia un acuerdo político con un bloque de partidos tradicionales que, de sumarse a la coalición oficialista, frenaría el eventual proceso de impugnación. Pero, a cambio, debe renunciar a la independencia gubernamental —o la antipolítica que tanto gusta a su grupo más radical de seguidores— y tendría que cederles cargos y presupuestos, lo que agravaría la puja en su dividido gabinete.
Si funciona la posible gran coalición partidista, Eduardo y el propio presidente estarían más protegidos y la influencia de Maia en el Congreso sería recortada.
En este contexto, la obsesión del mandatario por reanudar las actividades para evitar el impacto de la recesión económica no es un capricho más, pues el presidente evangélico no es tonto. Mientras la población sienta más el hambre en el bolsillo debido a la cuarentena, más posibilidades hay de que caigan sus escudos protectores.
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