Como se había previsto por más de un analista, los asuntos económicos, y en especial los golpes crecientes de la debacle que se inició en los Estados Unidos en 2008 y están aún por solucionar, serán de los pesos pesados en la lid electoral para elegir presidente en las postrimerías del año.
Y ciertamente el tema se hace cada vez más peliagudo.
Por un lado Barack Obama con el gran pecado de hablar de cambio y dejar las cosas como están, de manera que frente a la crisis no ha hecho otra cosa que desarrollar los “remedios” esbozados por su predecesor republicano George W. Bush, destinados a salvar únicamente a los grandes monopolios e intereses especulativos, los propios causantes del derrumbe.
Del otro un Mitt Romney, traficante financiero el mismo, defensor de los sectores más adinerados, e involucrado incluso personalmente en más de un despido masivo de sus propios empleados.
Y lo que sigue complicando el desenlace en las urnas es que, lejos de amainar, al cabo de cuatro años, la tormenta amenaza con hacerse mucho más severa.
Así, si bien algunos estudiosos ya daban a la economía norteamericana como un corredor fatigado que en breve podría ser desplazado por China de la cabeza del planeta, esa predic-ción ha comenzado a cobrar mayor fuerza a partir de las más recientes consideraciones sobre el devenir productivo y financiero de los Estados Unidos.
En ese sentido se conoció que, al cierre de junio, la deuda nacional norteamericana superó todos los record históricos en materia de carencia de equilibrio con relación al Producto Interno Bruto, PIB, y que actualmente se acerca en términos netos a los dieciséis billones de dólares.
Por demás, y según los expertos, en los últimos dos años la tasa de crecimiento del débito estadounidense se incrementó mucho más rápido que el PIB, y se estima que para diciem-bre próximo resulte el equivalente al setenta por ciento de ese Producto Interno Bruto.
Para colmo de males, los estudios prevén además que el endeudamiento federal duplique al PIB en el año dos mil treinta y siete.
También por estos días se informó que la actividad fabril norteamericana comenzó a dar signos severos de contracción al cierre del pasado mes de junio, con caídas similares a los de otras naciones industrializadas del orbe empantanadas por la crisis global, léase la Euro-pa comunitaria.
Ese debilitamiento norteamericano va más allá del área de las manufacturas y afecta también el vital sector de servicios, que registró sus peores cifras desde enero de dos mil diez.
Asimismo, el mercado laboral no termina de sanar, con una tasa de paro que supera el ocho por ciento y un bajo guarismo en el fomento de nuevos empleos.
Por último, rezan las estadísticas y estudios especializados, en los últimos cinco años, el patrimonio de las familias estadounidenses se ha desplomado treinta y cinco por ciento, lo que implica bajo consumo, pérdida de viviendas y bienes, y disminución del acceso a los servicios esenciales, entre ellos educación y salud.
Se colige entonces sin mayores dificultades que, entre los temas vitales de controversia relativos a la elección de un nuevo ejecutivo norteamericano, está ese saco de calamidades que suma una economía a fuego lento y la consiguiente acumulación de dramas y desespe-ranzas sociales.
Habrá que ver que dicen demócratas y republicanos para intentar convencer a los votantes, y sobre todo, que hacen para evitar que el carro nacional frene al menos en la enmarañada pendiente por la que hoy patina sin remedio.
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