Nada de lo que se haga o se diga puede ser ocultado eternamente, de ahí que a la larga o la corta resulten baldíos los intentos de quienes, al frente de un país, imponen la mordaza, ordenan los sepelios informativos y gustan del disimulo.
Sin embargo, es un mal que se extiende por el planeta, y que tiene expresión especial en la política interna de los Estados Unidos, donde el ciudadano común resulta uno de los peores conocedores de lo que planean y ejecutan sus instituciones y máximas figuras.
De manera que el silencio, el actuar entre bambalinas y el asumir decisiones sin mayor necesidad de consulta o información a la opinión pública, es parte del quehacer nacional de la primera potencia capitalista.
Y en medio de ese entramado ocurren acontecimientos como el que está ocupando importantes espacios en el acontecer norteamericano, y que tiene que ver con la divulgación, por el Comité de Inteligencia del Senado, presidido por la demócrata Dianne Feinstein, de un sucinto informe sobre la aplicación de la tortura por la Agencia Central de Inteligencia, CIA, contra prisioneros y reos ligados a la “guerra antiterrorista global” orquestada por los sectores reaccionarios del país.
El documento, que según medios de prensa locales, fue debidamente “saneado” por funcionarios de la CIA antes de sacarse a la luz, aborda formas y métodos aplicados para lograr “información” de los detenidos, que —añaden las mismas fuentes— sobrepasan con creces las aberrantes estampas ya conocidas del trato a prisioneros en la ilegal cárcel de la no menos ilegítima Base Naval de Guantánamo, y en la prisión de Abu Ghraib, en el Iraq ocupado por tropas norteamericanas.
De manera que se trata de prácticas que por su sadismo, violencia y degradación humana, sobrepasan el uso de la asfixia simulada, las golpizas, los ataques sexuales, la utilización de animales para agredir e intimidar, la falta prolongada de sueño y las posturas corporales forzadas destinadas a causar un profundo estrés en los reos, todo filtrado a la opinión pública tiempo atrás.
No obstante, al parecer la gravedad del asunto no hizo méritos para que se hable todavía de sacar a la luz los nombres de los instigadores y autores materiales de semejantes actos, ni para evitar que continúen realizándose.
En consecuencia, varios analistas colocan la mira en el hecho de que el informe de la Comisión de Inteligencia senatorial aparece a menos de dos años de la realización de las elecciones presidenciales, en instantes en que el mandatario demócrata enfrenta bajísimos índices de popularidad, y cuando los envalentonados republicanos han accedido al control total del legislativo.
De hecho, los disparos conservadores no han tardado, y el ex presidente George W. Bush, cabeza visible del inicio de la cruzada internacional contra el terrorismo, junto a instancias y personeros conservadores, han arremetido en agrios términos contra el texto en cuestión, a la vez que han subrayado la “valentía” y el “honor” de los integrantes de la CIA y su tremendo aporte a “la seguridad nacional” y a la “defensa de los valores democráticos”, como si la Agencia hubiese sido ajena alguna vez al surgimiento, por ejemplo, de Al Qaeda y a la promoción de su líder, el presuntamente ajusticiado Osama Bin Laden.
Un ex mandatario, dicho sea de paso, cuyo halcón favorito, el ríspido ex secretario de defensa Donald Rumsfeld, justificó más de una vez el uso de la tortura para obtener información de los prisioneros, no solo por especialistas de la CIA, sino incluso por integrantes de las llamadas “agencias privadas de seguridad” pagadas generosamente por el Pentágono para actuar en los escenarios de combate.
Funcionario tan implicado en semejantes tropelías, que aún acumula entre sus cuentas pendientes las demandas de entidades defensoras de los derechos humanos formuladas en 2006 y 2007 para que sea juzgado por crímenes de guerra durante la última agresión armada estadounidense a Iraq.
Mientras, y como para colocar el parche antes de que reviente el grano, varias naciones europeas ligadas a la ejecución de los planes expansionistas de Washington en Asia Central y Oriente Medio, se entregaron de inmediato al ejercicio retórico de repudiar el uso de la tortura contra prisioneros, aún cuando existen abundantes pruebas documentales de su directa implicación en el ilegal traslado de reos y secuestrados como parte de la guerra antiterrorista Made in USA, y de la existencia en sus territorios nacionales de cárceles secretas bajo control de la CIA.
Y ante tal cúmulo de razones, no es aventurado entonces concluir que tendrán que pasar aún varias generaciones de estadounidenses para que —si las cosas siguen como van— la opinión pública de la primera potencia capitalista pueda conocer algún día, por ejemplo, los “misterios” en torno al asesinato en Texas, en 1963, del presidente John F. Kennedy, los reales pormenores del controvertido atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas en pleno centro de Nueva York, o el intríngulis del estrellón de un pretendido avión comercial contra el Pentágono aquel mismo día, aparato del cual no apareció ni un tornillo como prueba material y tangible de su existencia.
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