Aunque se firmó hace un año el Acuerdo de Paz en Colombia, este año 2017 transcurrió en un clima de expectativas por quienes aceptaron una serie de dejaciones en pos de finalizar una guerra civil de medio siglo, que en buena medida no han recibido respuesta positiva por los actores gubernamentales implicados en el proceso.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) han sido muy cuidadosas en viabilizar la paz e impactaron al mundo cuando hicieron entrega y destrucción de sus armas, permitieron la identificación de su personal y devinieron partido político. A pesar de sus protestas por la postura del gobierno derechista de Juan Manuel Santos de eludir sus responsabilidades, siguen luchando para que no se quiebre el acuerdo, tal como pretenden los partidos y grupos conservadores.
Pero sería ingenuo pensar que la paz en la nación suramericana depende solo de las antiguas FARC-EP, de la paciencia de que ha hecho gala y de sus protestas ante organismos internacionales, como la ONU, que acompañan los distintos pasos del proceso contra la guerra.
En el contexto colombiano hay muchos factores que se entrelazan y forman un entramado, que analistas consideran difícil de superar, en el que participan otras fuerzas guerrilleras y grupos subversivos, así como los paramilitares, que en muchas ocasiones están subordinados al narcotráfico nacional, considerado el más fuerte de Suramérica.
Se estima que aunque siempre se denunció a las FARC-EP como propulsores de la siembra de coca, la realidad indica que ese país está dividido por regiones donde mandan los llamados Señores de la Droga, en las que existen agrupaciones armadas protectoras de zonas donde la economía del narco es preferente y predominante.
Las estrategias contrainsurgentes o paramilitares siguen en pie, y por el contrario, han aumentado las acciones violentas en contra de dirigentes sociales, en especial campesinos, negros e indígenas. Hasta este mes de diciembre, organizaciones de derechos humanos colombianas reportaron más de 270 incidentes en menos de dos años, con la cifra de 180 asesinatos impunes.
El empleo de intimidaciones contra los izquierdistas son firmadas por las “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, Águilas Negras”, “Nuevo Renacer”, en Caquetá, o “Héroes del Nordeste”, en Antioquia.
Al igual que en los decenios de 1980 y 1990, las amenazas contra dirigentes de izquierda son recurrentes. Generalmente son suscritas por las “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, “Águilas Negras”, “Nuevo Renacer” (en el Caquetá) o “Héroes del Nordeste” (en Antioquia). Se asegura, por ejemplo, que Mario Castaño, uno de los más recientes líderes sociales ultimados (noviembre de 2017) en Belén de Bajirá (Chocó), habría recibido tales advertencias.
Los paramilitares actúan sin restricción de las Fuerzas Armadas en las regiones de Urabá y Bajo Cauca antioqueño, Bajo Atrato, Sur de Córdoba, Norte del Cauca y Valle; y en los departamentos de Tolima, Norte de Santander, Valle del Cauca y Cauca, con el mayor número de asesinatos.
La actividad de esos grupos, que incluso se apropiaron de inmediato de los campamentos dejados por los guerrilleros de las FARC-EP para operar desde esos lugares, indica que Colombia se mantiene en un entorno de guerra y violencia política.
Ahora sin la protección de las fuerzas subversivas, los campesinos de esos territorios son presas fáciles de los asesinos organizados y pagados por la oligarquía agraria, con la bendición de los partidos conservadores.
En la década de 1980, las FARC firmaron un texto similar al de La Habana y depusieron las armas para convertirse en el partido político Unión Patriótica. Según testimonios de la época, los paramilitares asesinaron a unos 5000 miembros de esa fuerza, lo que hizo retornar a los insurgentes a la selva. ¿Podría alguien asegurar que ese no es el plan de la fuerte ultraderecha respecto al nuevo acuerdo de paz? ¿Se tratará de otra mentira histórica?
Santos, que se ha ganado con su actitud la reserva de muchas fuerzas políticas progresistas y de izquierda, no admite que hay paramilitares en Colombia, ni tampoco que los asesinatos de este siglo los realizan sus propios militares en combinación con los soldados estadounidenses que radican en las siete bases militares operativas implantadas en el país cafetalero.
La unidad entre las fuerzas de los dos países se puso de manifiesto cuando tropas procedentes de uno de esos enclaves mató a mansalva en una rápida operación en la frontera con Ecuador al canciller de las FARC-EP, Raúl Reyes, y a un grupo de sus acompañantes.
De ahí que aunque el Clan del Golfo es la banda considerada la más grande del país por cifras oficiales —3 000 hombres armados—, analistas consideran que no todos los crímenes contra la izquierda son responsabilidad de los carteles de la droga, pues el Estado también utiliza acciones encubiertas en las cuales es difícil distinguir entre la mafia y el soldado institucional. Casi siempre, empero, el chivo expiatorio es el narco.
Las Fuerzas del Ejército, acusadas en distintos foros de formar parte del paramilitarismo, exterminaron campesinos a los que consideraban “positivos”, es decir, guerrilleros o simpatizantes, que luego se comprobó eran inocentes. Uno de los hechos más sonados ocurrió con la matanza de nueve campesinos en Tumaco, Nariño, durante protestas contra la erradicación forzosa de los cultivos de coca.
El gobierno de Santos está consciente de que resulta imposible eliminar los sembradíos si no ofrece diferentes cultivos para la supervivencia del campesinado. Pero, incluso, hay zonas muy alejadas donde resulta imposible trasladarse para vender sus productos.
Además, estos campesinos se mueven entre dos aguas: los soldados del Ejército y las mafias paramilitares. Por tanto, aunque formalmente hay un proceso de paz —promesa que le hizo Santos a su par estadounidense Donald Trump, en cuyo país los dineros del narco circulan libremente— hay tropiezos en un asunto tan delicado. Entidades oficiales reconocieron que en Colombia lavan más de 8000 millones de dólares al año proveniente de la economía ilícita.
Las declaraciones de paz, a la que se oponen políticos aliados a los narcos, entre otros elementos conservadores, la matanza de opositores y acciones para reprimir la protesta social están en el orden del día. Los homicidios no cesan y se reportan operaciones en las que miembros del Ejército se identifican como agentes paramilitares para actuar contra civiles, lo que se conoce por denuncias de las comunidades.
En este contexto tan poco favorable a la paz, el Congreso Nacional exculpó a los promotores del paramilitarismo, que no están obligados a presentarse ante los tribunales de la Jurisdicción Especial de la Paz (JEP).
La JEP devino una caricatura, ya que en La Habana se acordó que todos los actores del conflicto serían juzgados, pero esa directriz sufrió alteraciones significativas por parte de políticos negados a cumplir lo estipulado en el proceso pacificador.
En recientes declaraciones, el Comandante de las FARC-EP, Iván Márquez, jefe de las negociaciones de La Habana por el grupo guerrillero, dijo que la Jurisdicción aparece como unilateral, es decir, solo para los insurrectos, mientras se esfuman las impunidades de otros sectores políticos involucrados en el conflicto.
Explicó que la JEP “era un componente del Sistema de Justicia, Verdad y No Repetición, que vincularía a todos los participantes en el conflicto armado en la JEP. Nos preocupa que se esté afectando su columna vertebral: la verdad. La justicia restaurativa tiene como fundamento la verdad detallada de lo sucedido para acceder a los tratamientos especiales. Lo pactado en La Habana no contempla impunidad para nadie”, señaló.
En su opinión, “no se permitió el funcionamiento de la unidad de lucha contra el paramilitarismo como estaba pactado en La Habana, por la simple razón que al Fiscal Néstor Martínez no le gustó, a pesar de que dicha unidad era parte de ese órgano de investigación. Esta unidad iba a actuar solamente si la Fiscalía General de la Nación no procedía ante los casos denunciados de paramilitarismo, que son casi 15 mil... Ese solo hecho justificaba la puesta en marcha de la unidad”, destacó el líder guerrillero y ahora una de las figuras principales del nuevo partido político en que devino la fuerza revolucionaria en armas.
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