La reiteración por Palestina, en el seno de la 67 Asamblea General de la ONU, de su prerrogativa de integrar esa organización como estado independiente, coloca nuevamente ante el mundo la urgencia de hacer justicia a un pueblo condenado por el sionismo y sus aliados occidentales a una interminable diáspora.
En efecto, al hacer uso de la palabra en días pasados ante el plenario de Naciones Unidas, el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, insistió en el derecho inalienable de su país a militar en la filas del máximo organismo global, que ya desde 1974 había reconocido a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como representante de ese pueblo árabe con el rango de observadora.
No se trata de una aspiración de estreno. De hecho, darle su lugar en el concierto mundial al Estado palestino mediante la restitución de sus fronteras violentadas una vez más en 1967 por la agresión militar sionista, y con Jerusalén Este como su capital, consta en los documentos y declaraciones de infinidad de foros internacionales.
Meses atrás, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) decidió dar cabida a una representación palestina, a pesar de la oposición de poderosos intereses mundiales y de Tel Aviv.
De manera que las aspiraciones del pueblo de Palestina cuentan con un apoyo casi universal, y solo la tozudez y el expansionismo sionistas, junto al sempiterno apoyo de Washington a su punta de lanza en Oriente Medio, se erigen como obstáculos fundamentales para hacer justicia a una nación desgarrada hace seis decenios y medio, desde que en 1947 el titulado Plan de Partición de Palestina condicionó el forzoso “reparto” del suelo palestino para establecer lo que los sionistas llamaron entonces, de manera festinada y demagógica, “el hogar del pueblo judío”.
Un proyecto que —dicho sea de paso— los halcones de Tel Aviv y sus padrinos externos se encargarían de expandir a cuenta del despojo de la población árabe y de las sucesivas guerras de rapiña ocurridas en la región. Así, solo como consecuencia de los conflictos que en 1948 dieron origen al estado sionista, fueron expulsados de sus tierras unos 800 mil palestinos, que desde entonces vivieron como refugiados y parias en los estados colindantes con su tierra de origen. Mientras, para los cien mil que quedaron atrapados en Israel, la vida se convirtió en un infierno represivo y xenófobo.
De entonces a la fecha, las noticias sobre guerras, crímenes, torturas y expediciones punitivas sionistas contra la población palestina, se cuentan por cientos de miles. Acciones brutales que han encontrado un rechazo universal casi unánime y que en infinidad de ocasiones han provocado airadas protestas en los más disímiles organismos internacionales.
Solo entre 1982 y 2002, por ejemplo, más de una treintena de resoluciones condenatorias a Israel por sus acciones violentas contra el pueblo palestino fueron presentadas en el seno de la ONU.
Si embargo, todas, sin excepción, resultaron vetadas oficialmente por Estados Unidos, empeñado en favorecer a toda costa a un aliado al que incluso le ha permitido hacerse de una fuerza nuclear de casi 400 bombas y un sinnúmero de municiones atómicas tácticas, al punto de convertirse, según la propia CIA, en la quinta potencia mundial en posesión de ese tipo de armamento de destrucción masiva.
Washington no congenia con la actual solicitud de la Autoridad Nacional Palestina de ser reconocida como un nuevo integrante de la ONU, y en consecuencia impulsa sus manejos, tergiversaciones y presiones para que ese acto de justicia quede inconcluso hasta el infinito.
Es la eterna noria imperial de hacer lo que le venga en ganas por encima del criterio aplastante del resto de la humanidad, como corresponde a quienes parecen haberse creído a fondo las manipuladas y torvas historietas de “nación elegida” y “rectora mundial” con las que se alimenta lo más reaccionario de la sociedad norteamericana.
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