La historia enseña que todo tiene un límite y cuando las cuerdas se tensan irresponsablemente, luego es muy difícil aflojar.
En consecuencia, es de obtusos, recalcitrantes e irresponsables dedicarse a azuzar conflictos con ajenos, mucho más cuando ya no se trata de epítetos o de medidas coercitivas en campos menos explosivos, sino que se involucran crecientes fuerzas y arsenales militares ante las puertas del oponente, y hasta se pretende anular su poder defensivo nuclear mediante artilugios de vigilancia que permitan cercenarle el cuello sin chistar.
Eso y no otra cosa está sucediendo ahora mismo sobre las fronteras del Este ruso, convertidas en apenas meses en el espacio predilecto para que tropas norteamericanas y del resto de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), se entreguen a simulacros de guerra y, con ese pretexto, suministren después a sus nuevos aliados regionales los medios de muerte y destrucción utilizados en esos “juegos” bélicos.
Es una escalada que tuvo sus primeros pasos con el golpe derechista en Ucrania y la imposición de un gobierno cerrilmente hostil al Kremlin, combinado todo con una brutal campaña mediática y un “selecto” paquete de sanciones económicas que a la postre va resultando mucho más dañino para una obsecuente Europa Occidental en crisis, que para el gigante ruso en sociedad estratégica con el peso pesado chino y con amplios horizontes, por ejemplo, en la región Asia Pacífico o en América Latina.
Por más que les pese a los círculos hegemonistas de Estados Unidos, Rusia es una potencia en reorganización que junto a Beijing viene ganando espacios económicos y políticos crecientes a escala internacional, y cuyo presidente -el tantas veces estigmatizado Vladimir Putin-, cuenta con la mayor aceptación pública entre todos los mandatarios del orbe.
Un poder que, para bien de muchos, ha retomado los valores más preciados de la historia de aquel país, y que ha mostrado hasta ahora capacidad e inteligencia para asumir con serenidad y firmeza toda escalada agresiva contra su seguridad, integridad y derechos.
De manera que, a los planes injerencistas de situar contingentes militares de la OTAN sobre su frontera occidental, Moscú ha respondido con la orden de desplegar en breve cuatro decenas de nuevos misiles atómicos intercontinentales de alta tecnología.
También ha advertido severamente a autoridades polacas y rumanas en torno a la conversión de sus respectivos territorios en blancos para las fuerzas militares rusas, si tanto Varsovia como Budapest acceden a acoger instalaciones del controvertido “escudo antimisiles” estadounidense, que el Kremlin ha denunciado como artilugio dirigido contra la seguridad del gigante euroasiático.
Desdichado episodio, este último, propiciado por los dúctiles gobiernos de dos naciones del Este europeo que ante el mandato del socio mayor no vacilan en asumir el papel de “municiones de desgaste” en el afán de despellejar al oso oriental.
Un paso que, además, retrotrae la historia a los tiempos de la Guerra Fría, cuando una Europa erizada de misiles Made in USA fue reducida por Estados Unidos a la bochornosa categoría de “primera línea sacrificable” en una posible contienda atómica con la extinta Unión Soviética.
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