Este cierre de septiembre ha hecho rodar la presunta “calma” de los centros económicos europeos, proclamada luego que algunos bancos centrales decidieron apoyar a los alicaídos aparatos financieros en varias naciones del viejo continente, atenazadas por la crisis que apabulla al sistema capitalista desde 2008.
El detonante habla español. Y se trata de que el gobierno del conservador Mariano Rajoy decidió en Madrid nuevos recortes a los gastos públicos junto a subidas de impuestos, en un país con un desempleo que supera el 25 %, en franca recesión, con un decrecimiento de 1,5 % para este año, y escenario, en consecuencia, de sucesivas y masivas protestas populares hostilizadas con violencia por la fuerza pública.
Y no es solo el caso español. Grecia anda por los mismos caminos, mientras la Unión Europea en su conjunto se mueve por los mares procelosos de los ajustes y el estancamiento.
En pocas palabras, que se hace evidente que la ineficacia oficial es solo fuente de frustraciones, indignación y caos, y que a estas alturas del juego global las “fórmulas”, promesas y paliativos parecen haber perdido la repercusión que pudieron exhibir en otros tiempos.
En España, concretamente, las autoridades gubernamentales ya han implementado, según fuentes periodísticas, “medidas de austeridad por 65 mil millones de euros”, y ahora la nueva oleada pretende frenar el desembolso de al menos 39 mil millones adicionales.
El asunto es serio por otras implicaciones. El peso de la crisis y la inconformidad con lo que a cada región se le impone en esta “ruta a la pobreza”, empieza a exacerbar los ánimos de las fuerzas proclives a la diáspora nacional, al punto que hace apenas unos días el presidente de Cataluña, el nacionalista Artur Mas, dijo que “ha llegado la hora de que esta comunidad autónoma del noreste de España ejerza su derecho de autodeterminación”.
La demanda se basa precisamente en la debacle que pesa sobre la zona a partir de las decisiones económicas del gobierno central, junto al hecho de que —afirman las autoridades regionales—, Cataluña “aporta a las arcas del estado español mucho más de lo que recibe”.
Y, desde luego, el patinazo de las economías europeas más comprometidas es un lastre colgado al cuello del resto del continente, que además no deja de pesar —y con fuerza— en esta, nuestra realidad globalizada.
De hecho, la falta de solvencia europea ya repercute negativamente en los índices exportadores y productivos de un gigante en expansión como China, en un movimiento socavador que se extiende al resto de las naciones con importantes lazos de intercambio con el viejo continente.
Es, en suma, un drama sistémico que impulsa a no pocas naciones del orbe (y América Latina adelanta ingente terreno en ese sentido), a establecer fórmulas conjuntas de carácter autóctono que le garanticen un desarrollo económico y social cada vez menos ligado a todo modelo asimétrico y probadamente inoperante.
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