Sin dudas el incremento de la inseguridad en la región africana del Sahel, dejó de ser un problema microlocalizado para ser un asunto global, que requiere soluciones abarcadoras y no sólo la opción militar.
La inestabilidad hace que los integrantes del grupo G5 Sahel, formado por Mali, Níger, Mauritania, Burkina Faso y Chad, compartan preocupaciones vitales en el enfrentamiento de la marejada de radicalismo de cariz confesional que amenaza con avanzar hacia la profundidad de las poblaciones residentes.
En tres años, de 2016 al 2019, Burkina Faso -actual presidente del G5 Sahel- sufrió cerca de 300 ataques de grupos extremistas que causaron más de 300 muertos. Con anterioridad este país africano se hallaba entre los más estables del continente, no obstante estremecerse con el derrocamiento del presidente Blaise Compaoré en 2014.
Según estadísticas del Africa Center for Strategic Studies (ACSS): las agresiones de esas formaciones terroristas pasaron de 144 en 2017 a 322 en 2018, y el número de víctimas fatales casi se duplicó, hasta llegar a las 611 respecto a los 322 del año anterior, todo lo cual expresa una tendencia a escalar en ese tópico tan sensible.
En enero, cuando el cambio de presidencia del esquema de integración, el Ejército de Burkina Faso ejecutó una amplia operación contra grupos armados en tres zonas fronterizas con Mali, con la cual neutralizó a 146 extremistas en una etapa en que se intensifica la actividad terrorista en la subregión africana
Esa actuación del Ejército burkinés sucedió a un ataque de integristas que mataron a 14 personas en la zona de Yatenga y respondió a varios asedios perpetrados en las aldeas de Kain y Banh, así como en la localidad de Bomboro, Boucle du Mouhoun, informó la institución, que participa en el contingente del G5 en el Sahel.
Con Burkina Faso otro país golpeado por el llamado extremismo de credo islámico es Mali, cuya región septentrional sufrió desde 2011 el asedio de grupos como Ansar Dine, Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y el Movimiento para la Unicidad y la Jihad en África Occidental (Mujao).
La fuerza multinacional coaligada tiene el propósito esencial de ofrecer seguridad y estabilidad a una región muy volátil, propensa a sumirse en crisis económicas, políticas y sociales, donde los grupos extremistas de confesión islámica engrosan sus filas con individuos –mayormente jóvenes- víctimas de la miseria.
Aunque la presencia de formaciones radicales en el área se remonta a los años 90 del pasado siglo con las degollinas perpetradas por el Grupo Islámico Armado (GIA) y el Ejército Islámico de Salvación (EIS) en Argelia, las acciones con impacto más al sur en la franja del Sahel eran esporádicas y menos notables.
Ciertamente, la situación se transformó con el advenimiento de las llamadas Primaveras Árabes (2010-2012) y se reforzó con la guerra contra Libia llevada a cabo por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y otros aliados, en la que en 2011 asesinaron al líder Muamar Gadafi.
La contienda en Libia persiste y ocho años después de desatada, sus consecuencias son entre otras el incremento de armas y grupos beligerantes en la semiárida área colindante, el Sahel, y en la intensificación del confesionalismo extremista, que se nutre de un deterioro socioeconómico acelerado que empuja hacia la mendicidad.
Tras desmontar la estructura de la Yamahiriya Árabe Libia Popular Socialista, Occidente desajustó al norte de África, potenció la debilidad de los Estados y con ello la práctica del terrorismo en lo que Europa considera su frontera sur, así como estimuló otros fenómenos perniciosos como son los descontrolados y masivos flujos migratorios.
Tales penalidades no se eliminan con disparos. Se trata de un ámbito creado y criado para evitar cambios revolucionarios para que el Sahel y África en su conjunto posterguen sus anhelos, pero si bien el desespero engendra fanatismo y una aversión ilimitada, la opción de la fuerza no es la única puerta abierta al futuro inmediato.
De ahí es que la conciencia deba permanecer despierta para definir con claridad todos los objetivos, que de alcanzarse eviten transitar por caminos torcidos hacia el genocidio de la razón y estimulen la violencia, ya bastante sufrida por el continente.
La solución para cesar la escalada terrorista debe tener carácter multisectorial, pues la subregión enfrenta un conjunto de desafíos como la inclusión de sus países entre los de menores índices de desarrollo humano y con promedios de esperanza de vida inferiores a los 65 años.
La violencia terrorista bloquea la asistencia humanitaria y el avance hacia formas válidas de progreso que permitan al Sahel escapar de sus crisis económicas cíclicas y de los efectos dañinos del deterioro climático, que sufren sus poblaciones nómadas y seminómadas en una zona principalmente agrícola y ganadera.
Si bien el terrorismo es un grave factor de riesgo, la gran incidencia del subdesarrollo también lo es; cada uno con su grado de letalidad se complementan e interactúan en el escenario saheliano, donde muchos analistas políticos dudan de que se obtengan grandes saldos con la militarización total contra el terror.
El G5 Sahel –que incluye a cinco países de la subregión un fragmento de unos 80 millones de habitantes- reconoce como compromiso la necesidad de garantizar la supervivencia en esa franja territorial que atraviesa al continente de este a oeste, vecina del Sahara y con un área de 3 053 200 kilómetros cuadrados.
La actuación del grupo político parte de su conocimiento más cercano y humano de los componentes de la zona semidesértica y hambreada, por lo que su discurso desafía a los estereotipos históricamente empleados para menospreciarla, cuyos rasgos se enlazan con ínfulas neocoloniales.
Así, la cuestión de la militarización excesiva de la subregión para contener al terrorismo, como proponen algunos planificadores de las guerras, sería encender una fogata en un polvorín y eso resultaría contraproducente ahora y en los tiempos por venir: hay que evaluar opciones menos peligrosas y más constructivas.
En conclusión, la región africana del Sahel sobrevive amenazada desde tres cotas: la escalada de grupos terroristas, el hambre y la miseria y en tercer término por una ampulosa militarización, que podría comportarse como un boomerang y empeorarlo todo.
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