Si ciertos gobernantes, entidades políticas y figuras prominentes, más allá de credos, filosofías e inclinaciones, hicieran caso de las lecciones históricas y aterrizaran desde sus desvaríos, esquemas, voluntarismos, vanidades, incoherencias, inconsecuencias y demacrada retórica, sin dudas el mundo hace rato sería otro, y no precisamente para mal.
Al final, lo dice la vida: ninguno de los que quisieron ver y hacer tarimas forzadas y ficticias, si bien causaron (y todavía causan) no pocos daños y tragedias, logró nunca sus objetivos ajenos y alejados de las realidades objetivas y subjetivas de su época. De ahí seguramente la repetida exigencia de las teorías más renovadoras de emprender la transformación del entorno económico, político y social a partir de las especificidades de cada escenario como tangible garantía de éxito.
Y algo de eso empieza a marcar una hora diferente en este devastado planeta que llega al año veintitrés de la vigésimo primera centuria. El tiempo que algunos ya califican como el del multilateralismo sin regreso.
Es un hecho, lo decíamos en un trabajo precedente, que la aventura agresiva hegemonista contra Rusia (y China) a través de Ucrania acabó de abrir la puerta a una era diferente, a pesar de los tremendos riesgos que ello supone y que pueden costar la propia existencia de la humanidad. Sin embargo, la marcha atrás ya no parece posible.
En el terreno literalmente militar, hay un convencimiento casi rotundo de que Ucrania no logrará revertir lo que le vino encima a partir de febrero del 2021, y que en todo caso el pretendido y oportunista “socorro” de Washington apenas alargará la agonía un poco más.
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Rusia resiste, es evidente que cuenta con reservas y poderío suficientes para lograr sus objetivos estratégicos, mientras que del otro lado los propios involucrados ya hablan del enflaquecimiento de sus propios arsenales y su propia seguridad (incluidos Estados Unidos) a partir de la sangría bélica y financiera destinada a Kiev sin resultados relevantes y estables en los frentes de lucha.
Por demás, las sanciones contra Moscú, con más de nueve rondas, no acaban de mostrar la consistencia de “golpes rotundos” que sus gestores esperaban y, por el contrario, socavan seriamente los suministros de rubros esenciales a sus propias economías con la consiguiente inflación, desabastecimiento y malestares sociales.
Un comportamiento que, por demás, ha acelerado la confluencia estratégica de Moscú y Beijing, dejando atrás los viejos sueños de ciertos tanques pensantes imperiales sobre la posibilidad de dividirles y enfrentarlos en provecho propio. Como si rusos y chinos fuesen analfabetos en materia política y desconocieran la formidable fuerza que origina su convergencia cada vez más amplia sobre bases muchas veces proclamadas pero nunca cumplidas en materia de política exterior, a saber, absoluto respeto mutuo, no injerencia en los asuntos internos, solidaridad y cooperación, beneficios compartidos, no uso de la fuerza, y diálogo y búsqueda de puntos comunes, una agenda que está atrayendo sin dudas a una cada vez más amplia riada de naciones cansadas de tutelas, imposiciones, exigencias, amenazas, desprecio y soberbia de quien se unge a sí mismo modelo y emperador global.
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Y seamos claros… porque ya no se trata de la titulada guerra ideológica de décadas precedentes que originó la otra guerra, la “fría” con sus horrendas secuelas en todo el orbe.
El asunto ya es más claro y revelado. La de ahora es la guerra del “yo contra todos”, porque “soy yo el mejor y más poderoso”, y por tanto “yo decido, mando, ejecuto, condeno y decido sobre vidas y haciendas”. Soy “yo, el ganador”, regente en un planisferio de “perdedores”.
Lo cierto es que parece entrando el tiempo mundial en que la cordura y el equilibrio, apoyadas en poderíos serios, cuerdos y respetables, empiezan a caminar entre nosotros y a cortar espacios a quienes no admiten opciones ajenas, criterios y pensamientos propios, ni comulgan con la decencia política que haría del mundo lo que nunca ha sido en materia cualitativa y ética.
Solo queda que la locura no sea tal que llegue al intento de derruirlo todo antes de ceder lo que ya les va siendo insalvable.
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