Hace apenas dos semanas, en una conferencia virtual con su par chino Xi Jinpig, el presidente norteamericano, Joe Biden, manifestó que ambas naciones deben evitar que sus relaciones “se desvíen hacia un conflicto abierto”, y solicitó establecer “barandillas de sentido común” para “eliminar la opción de una guerra” bilateral.
De hecho podría interpretarse por algunos (y esa evidentemente era la intención de la Casa Blanca), que desde las orillas del Potomac existen las mejores perspectivas de trabajar en conjunto con el gigante asiático a favor de un clima constructivo entre ambas potencias, tal como minutos antes de la intervención de Biden le había demandado precisamente Xi Jinping en el citado intercambio de mediados de este noviembre.
Pero del enunciado a la praxis va un largo abismo. Así, vale recordar que lo dicho por el presidente norteamericano se produjo en un contexto para nada calmo.
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De hecho, y apenas días antes, China había sido signada oficialmente por el Pentágono como su “primera prioridad mundial” en materia de contención militar; el Departamento de Estado había “advertido” que EEUU y sus aliados están preparados para “actuar” en favor de Taiwán en caso de un conflicto entre el gobierno separatista de esa isla y Beijing, y el Departamento de Comercio cocinaba sanciones contra un nuevo grupo de al menos una docena de empresas del gigante asiático por sus pretendidos vínculos con el “sector militar y de inteligencia” chinos.
Y si todo eso constituye para Washington “barandillas hacia el sentido común” y “pasos para evitar un conflicto abierto”, entonces somos todos idiotas o que Dios no coja confesados.
Lo realmente cierto es que el mundo ha cambiado. Las perretas y golpes de los Estados Unidos a viva fuerza ya no causan temblores ni temores planetarios, y el festival de la hegemonía que algunos percibieron posible con el fin de un escenario internacional marcado por la bipolaridad política, ha quedado como deslucido sueño en un mundo donde potentes espacios como China y Rusia lideran una tendencia multilateral sin evidente retroceso.
Mientras, los Estados Unidos y sus tradicionales comparsas sigan mostrando que en Occidente, y en especial en la Casa Blanca, constituye un pesado y riesgoso lastre la ausencia de un liderazgo político serio, responsable, objetivo, equilibrado y a la altura de los tiempos de profundas mutaciones por los que deviene la humanidad.
En el caso de China, Donald Trump inauguró la época de la hostilidad con la guerra arancelaria y el intento de atajar, mediante presiones y represalias, a las competitivas empresas industriales y tecnológicas del gigante asiático.
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Joe Biden, el demócrata que se presentó como “sanador” de los dislates de su antecesor, no solo mantiene todo lo activado por Trump, sino que además ha llegado al extremo de inmiscuirse en los asuntos internos de China al incentivar la desestabilización, tiempo atrás, en Hong Kong, y hoy con el aliento a los sectores separatistas de Taiwán.
Una actuación esta última que le ha retrotraído incluso a decenios atrás al pretender que ese territorio chino vuelva a tener representación propia en la ONU, al tiempo que promete “defenderlo” frente a Beijing, le suministra nuevos equipos bélicos, entrena a sus tropas en bases gringas como la de la isla de Guam, y al que remite constantemente delegaciones gubernamentales y legislativas en abierta violación del sagrado principio reunificador de Beijing que promulga la existencia de un país y dos sistemas.
China, por su parte, ha hecho gala de una diplomacia clara, firme y a la vez lo suficientemente abierta a un diálogo constructivo sobre la base del respeto mutuo, justo una posición reiterada por Xi Jinping en su más reciente encuentro virtual con Joe Biden.
Ello indica que el gigante asiático ha dejado la puerta abierta más de una vez a arreglos equilibrados y sensatos que el fallido enjambre político gringo no ha querido admitir, aferrado al inválido criterio de que tiene que ser su carrasposo cacareo la única voz que rija el universo.
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