Días atrás, el presidente Donald Trump desestimó la realización en Camp David de una reunión secreta entre los Talibanes, el actual gobierno de Kabul, y la parte norteamericana, para concretar un pretendido acuerdo de paz en Afganistán.
El mandatario canceló la convocatoria, realizada a espaldas del poder legislativo, debido a que –espetó- los extremistas habían arreciado en los últimos tiempos sus ataques dinamiteros contra instalaciones oficiales para intentar acceder a las negociacioes desde un posición militar más pujante.
No obstante, cuando se pasa revista a los casi dieciocho años de pretendida guerra norteamericana antiterrorista en Oriente Medio y Asia Central, no quedan dudas que aquella oleada injerencista no ha podido cumplir sus más íntimos intereses hegemónicos.
Como resumen algunos analistas, tales propósitos llegaron a tomar cuerpo de laguna manera en Afganistán y Libia, parcialmente en Iraq, y han sido derrotados en Siria, un verdadero punto de inflexión nada venturoso para los agresores externos.
Precisamente, en su campaña presidencial de cuatro años atrás, Donald Trump, en sus afanes demagógicos, se mostró ácidamente crítico con tales “guerras infructuosas”, y por estos días, a las puertas de una nueva contienda comicial en la que aspira a la reelección, retoma el asunto y “muestra” que él “sí se esfuerza por cumplir sus promesas”, aun cuando los arreglos resulten demorados, confusos, amañados y nada concluyentes.
Y en esa cuerda, el negociador de la Casa Blanca, el viejo camaján guerrerista de origen afgano Zalmay Khalilzad, ya había anunciado la cercana conclusión del citado acuerdo con los Talibanes “para la pacificación del país”, luego de un proceso de conversaciones mantenidas en reserva por las partes.
Khalilzad no es un novato en estas lides, y aunque los despachos de prensa cuiden no profundizar en su “biografía política”, no resulta demasiado complicado acceder a su “ficha de trabajo.”
El susodicho negociador de Trump para Afganistán, con estrechos y largos vínculos con la CIA, ya era en la década de los setenta del pasado siglo un activo integrante de la Corporación Rand, uno de los grandes grupos de presión ligados al complejo militar-industrial gringo.
Poco después aparece como puntual activista en la injerencia norteamericana en el espacio afgano, junto a los grupos terroristas empeñados en intentar el desalojo de las tropas soviéticas llegadas al país en defensa del gobierno popular vigente entonces.
Más tarde resulta asesor de la empresa petrolera Unocal, deseosa de construir un oleoducto a través de suelo afgano y acérrima partidaria de los Talibanes, a los cuales consideraba “el único factor de estabilidad interna” favorable a sus ambiciosos proyectos energéticos.
Zalmay Khalilzad funge luego como “enviado especial del presidente George Bush” el en Kabul ocupado por las tropas gringas, y es evidente que sus viejos amores con los tránsfugas locales resultaron un elemento clave en su actual papel de negociador de Donald Trump.
Por lo demás, y aun cuando cierta propaganda intente magnificar “el retiro militar de los Estados Unidos” de Afganistán, en la concreta las primeras cláusulas del tratado dadas a conocer por el propio Khalilzad precisan que Washington repatriará cinco mil efectivos y desmantelará cinco instalaciones castrenses en un plazo de 135 días posteriores “a la aprobación del acuerdo por la Casa Blanca”, mientras que en suelo afgano permanecerán todavía al menos 14 mil tropas sin plazo previsible de salida.
A cambio, los oponentes locales se comprometen a “no permitir” que el país sea usado por grupos extremistas (Al Qaeda, el Estado Islámico y otros por el estilo) como base para ataques contra los Estados Unidos y sus aliados. Vale subrayar que el texto no habla para nada de un cese del fuego que, entre otras cosas, elimine la cadena de violencia y atentados que viene azotando a Kabul y otras ciudades con un elevado costo en vidas civiles.
En otras palabras, no trasluce en ninguna de sus partes conocidas el pretendido “nivel de éxito” que el negociador pretende insuflarle, y en todo caso, al decir de especialistas en el tema, se proyecta apenas como una suerte de parche llamado a confundir a la opinión pública norteamericana e internacional, mientras carece de seguridades sólidas para la paz real en Afganistán y el fin absoluto de la ocupación militar gringa.
Opción esta última muy dudosa –vale acotar- si se toma en cuenta que ese país se ubica muy cerca o a las mismas puertas de las fronteras de Rusia, China e Irán, tres de los más activos retadores mundiales del absolutismo Made in USA.
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