Por: Florencia Di Paolo • Argentina
Hubo un momento en el que no había nada para decir y se decían muchas cosas. Cuando todo se quema, lo que damos por sentado se hace evidente: sanidad pública, educación pública, artistas y espacios culturales. Antes de la pandemia, en Argentina y muchos países de Latinoamérica veníamos luchando y militando para recuperar o conservar esos derechos y espacios, pero también por hacerlos bandera y que en un futuro fuera inadmisible que cualquiera se atreviera a ponerlos en peligro o cuestión.
El neoliberalismo desgastó las espaldas del pueblo que, además de sobrevivir, tuvo que ponerse al hombro las luchas mencionadas y otras tantas, muchas de las que implicaron la pelea por los símbolos populares. Tuvimos que volver a decir que fueron 30 400 las personas desaparecidas en la última dictadura cívico-eclesiástico-militar; mientras estábamos en las calles repudiando el 2x1 a genocidas, nos endeudaron con el FMI, y miles, miles de etcéteras.
El 10 de diciembre del 2019 estábamos transpirando “apretujades” en Plaza de Mayo, felices, por fin pudiendo pensar en un futuro. Cuando llegaron las primeras noticias de otros continentes, las primeras reflexiones que se me vinieron a la cabeza fueron: “¿qué va a pasar con mis amigos y amigas que están en esas tierras?” y “¡qué bueno que ganamos las elecciones, porque volvimos a tener ministerio de salud!”.
Y llegó, como llegaron tantas cosas de esas tierras a las nuestras. Llegadas que implicaron el final de un mundo que masacraron y saquearon en carabelas y que tratamos de reivindicar todo el tiempo para que ese otro mundo agónico del que hablamos ahora, postpandemia, fuera menos hostil. Eso va a seguir siendo así, hay causas que nunca podemos dejar de reivindicar porque el dolor es demasiado.
Al principio de todo esto, daba la sensación de que no había un después. La idea de pensar en algo más era, por momentos, aterradora y, por otros, dolorosa. Estaba en el aire la necesidad de decir algo y de pedir explicaciones. Se les pidió a les escritores que contasen cómo eran las nuevas ficciones. Pero no se dieron cuenta de que les escritores tenemos las mismas contradicciones que cualquier mortal, porque el arte está por fuera de los bustos de bronce y los palacios de cristal; y cuando todo arde, damos por sentada la existencia de artistas, pero el bronce se funde y el cristal se parte por el calor y les artistas no pueden tocar el sol con las manos.
Es ahí cuando el artista aparece desnudo, en carne y hueso. El artista con la misma necesidad que cualquier mortal, el verdadero artista es el que no pierde esa cualidad que lo lleva a la empatía. ¿De qué comemos ahora les artistas? Tuvimos que salir a pensar en ese mundo desde lo material y darnos cuenta de que a veces las palabras sobran o simplemente no alcanzan. Como si en el duelo de todo lo que cambia solamente hubiera extremos. ¿Qué pasa ahora, cuando todo lo que escribí queda viejo hoy? Eso que escribí hoy a la mañana antes de romper el ayuno con una fruta, mientras se calentaba el agua para el café, no representa a la persona en la que me convertí para las cinco o seis de la tarde. Lo que muere es una concepción heroica y grandilocuente del artista. Mueren las certezas porque vemos lo severas que resultan las verdades universales. Lo que queda es el olor a café recién hecho, que se disipará en un rato.
Hace unos meses murió Diego Armando Maradona. Murió su cuerpo, porque los símbolos no mueren así como así. Vi alrededor de su significado el dolor de mucha gente, y recordé la muerte de mi papá, un hombre con muchos matices y contradicciones, al que sigo llorando de vez en cuando. Las personas lloraron a un dios y ahora le rezan. Atravesamos las pérdidas reconfigurando posiciones.
El año anterior fue un gran duelo eterno: un debate constante y la pérdida de sentidos que caen por su propio peso, la pérdida de seres queridos, la pérdida de los encuentros físicos; porque las nuevas tecnologías del afecto no siempre se corresponden con el deseo primitivo del abrazo. La gran pregunta es qué se hace cuando algo muere.
Pensar que hay un después siempre es esperanzador. El hecho de dejar de extender el presente por tiempo indefinido y comenzar a proyectar sobre lo más concreto que tenemos, que es la falta de certezas y los duelos, trae consigo la extinción de un mundo y de todas las ficciones que construimos. Nacen nuevas necesidades y se reafirman otras, se reconfigura el orden de prioridades.
En la escritura de ficción, construir a partir de la falta de certezas, por momentos resulta un cimiento bastante sólido. Cuántas veces escuchamos a personas decir que todo estaba hecho, que no podría haber algo nuevo. Que no podría haber algo mejor o peor. Esta era está marcada por la ausencia. No puedo aventurarme a decir qué sigue porque creo que no hay un después válido. Todo será ingenio. Vacunas en freezers de heladerías; barbijos manchados de labial; nuevas formas de encuentros; nuevas zonas erógenas. Nuevos escenarios que formaban parte de un género distópico que ahora son realistas: lo invisible ganando terreno en la era de la imagen y determinando nuestras prácticas. Porque se rompen los géneros del arte y de la vida. Porque en la ficción los rótulos ya fueron y por algo se empieza. El final de todo puede ser ―y debe ser― el principio de nuevas ficciones.
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