Cuando viajo a mi ciudad, Remedios, casi siempre el recorrido incluye la galería de arte del municipio Carlos Enríquez. No sé si peco de absoluto, pero un sitio que lleve el nombre de dicho pintor, en la localidad donde él nació, siempre debiera tener propuestas de primera línea, aunque se halle en los confines de las provincias cubanas. De hecho, la curadora me llama con un murmullo para mostrarme cada uno de los cuadros, a la espera de un susurro mío, un gesto, incluso un ceñimiento de cejas.
La galería Carlos Enríquez realiza además uno de los pocos eventos del país que reúne a los cultores de la miniatura en el mundo de las artes plásticas, un espacio que está abierto a los pintores naífs debido a la tradición remediana en torno a artistas como Noel Guzmán Bofill o Wayacón (Julián Espinosa Rebollido). Se trata sin dudas de un pequeño centro que merece toda la atención del mundo, e incluso, cierto nivel de autonomía de vuelo para decidir sus actividades y dinámica, con independencia de las reglas del juego que imponga la burocracia desde la Dirección Municipal de Cultura.
No sé si es un ejemplo que pudiera generalizarse, pero más de una vez se lamenta que decisiones desafortunadas, externas al mundo más culto, afecten la vida de una galería de arte. En el caso de la Carlos Enríquez, el asunto se mueve entre la indiferencia y el autoritarismo, pero casi nunca en el asentimiento, la sinergia creativa, el mundo de la crítica más profunda. Temo, eso sí, que las instancias ministeriales, llevadas de la mano por una directriz, hagan de estos centros, en los municipios, simples caricaturas de lo que pudieran aportar a la comunidad.
Por eso quizás la recurrencia en las ciudades de gran turismo a las galerías privadas, espacios ya preferidos por muchos de los artistas jóvenes recién egresados que hacen una obra interesante. Por ejemplo, recuerdo en Cienfuegos haber visto unos cuadros fabulosos que combinaban el arte bizantino con el manga, en una relectura de los principales mitos del hombre desde varias orillas semánticas. Y pasa que en los salones que se hacen desde la institución a veces el creador ni se siente reconocido ni premiado aunque lo premien. En más de una ocasión, en ese mismo salón Carlos Enríquez, se le ha otorgado el galardón a obras de menor calibre (unos patos plásticos en un año, según recuerdo) mientras se aparta el arte cuestionador.
Carlos Enríquez no hubiera tolerado el congelamiento de lo que él tanto impulsó desde una vanguardia sin concesiones, y hacia allí debiera ir la institución, lejos de combatir discursos divergentes o atrevidos o, incluso, optar por el cierre de espacios alternativos. Las galerías de arte no solo son centros expositivos, sino lugares de reflexión, verdaderas aulas donde el público entra en contacto con la simbología de un mundo convulso, necesitado de que lo lean. Que lo elemental ocurra fuera de aquellos espacios, que exista la necesidad de lo emergente, solo apunta hacia la desviación de un universo hecho a la medida del creador y no de los planes de trabajo.
El arte no es para meterlo en un ticket de cocina, en una receta burocrática, en un plan cualquiera que se hace desde centros refrigerados, sino que es el fenómeno anfibio que florece en cualquier sitio y que merece más espacio y menos prejuicio. El arte, siempre el arte inconforme y batallador, el que nadie osa hacer o decir, porque no es conveniente, el que los tribunales no quieren premiar. Esa contesta siempre será más preferible que unos patos plásticos, galardonados por el crítico de turno, que en su aval de vaca sagrada decide a dedo, hunde el talento, difama al premiar al mediocre.
Se trata, a fin de cuentas, de ese estamento social que mira siempre más allá, que es capaz de dilucidar el submarino, antes que nadie, en una novela que viaje veinte mil leguas, o un discurso visual que deje veinte mil interrogantes. No, al arte no lo encarcelen en fórmulas de lo institucionalmente correcto, porque o es como es, o no es.
Que cuando vaya a la Carlos Enríquez la curadora no baje la cabeza diciéndome de su inconformidad, y la de muchos, con el premio dado a los patos hechos con tubos de desodorantes, o cualquier banalidad creada para reírse del horizonte expositivo de los que aman lo que sueñan. En Remedios, Trinidad, Cienfuegos, el joven creador, aunque tenga 80 años, buscará los espacios que además de remunerar les generen esa sinergia sana del intercambio de polémicas. Por eso el florecimiento de cierto pesimismo hacia la institución, hacia aquella que no es auténtica en su devenir, la que se transformó en una cuasioficina, la que ya no publica la gran noticia del arte nuevo.
Lo importante no es solo hacer una Bienal de Arte inclusiva, sino que los espacios reales para exponer se democraticen, así como las posibilidades del creador, ya que en manos de personas ajenas al mundo de lo subjetivo entran a jugar objetividades que califican de retrógradas u oportunistas en los peores casos.
La sociedad de los artistas plásticos sí valora estar en galerías como las tradicionales, pero debe ser una dinámica como aquella que se vivía en tiempos de Wifredo Lam y el Salón de Mayo, no la farándula de los críticos y su imposición de las peores opciones.
Unos patos plásticos, sin otro concepto que la decadencia o cierto tufo de homofobia, no deberán jamás ser premiados con justicia, aunque se haga en la galería de arte de Remedios. Ojalá eso se entienda, más allá de la furia que pueda generar cualquier observación al margen o crítica de nuestra parte.
Ana Virginia González
19/6/19 11:34
Mauricio le confiero toda la razón.Esos "patos" son para otro entorno.Es necesario dar vida a las galerías de arte ! pero con arte ! Siento pena al ver siempre vacía y subutilizada la Domingo Ravenet
Maylin
17/6/19 9:09
Mauricio, tienes toda la razón...o al menos una parte.
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