Las artes son ese aliento que proviene de los interiores de la vida, desde esa porción íntima y secreta que a veces damos a conocer a través de mecanismos de sublimación, de emociones, de marcas que quedan en el ascenso civilizatorio de un pueblo. Se sabe que la hechura de obras trascendentes estuvo en manos de jóvenes, quienes conformaron las vanguardias de todos los tiempos hasta llegar a su puesto de consagrados. Aunque a menudo se represente a Bach como un anciano, vestido a la usanza del siglo XVII, todo aquel que se acerque a los acordes hallará al muchacho de aquella iglesia, que inició un camino diferente en cuanto a la composición. Y es que el arte no hace distingos, florece ahí donde es citado por una especie de providencia invisible, por musas, dioses, duendes.
El concepto de juventud será siempre relativo, tenderá a verse unido a los aportes y no a lo etario. Sin embargo, algo de mágico hay en los grandes movimientos de la historia que fueron compuestos por jóvenes. Si se mira en las crónicas de París, la ciudad de inicios del siglo XX bullía de una felicidad y de un tono melancólico, que dieron matices a la hechura de un panorama cultural. En el famoso libro de Ernest Hemingway sobre aquel tiempo, leemos que casi había un poeta en cada esquina y un acontecimiento de las artes en cada puerta, aunque parezca exagerado. Los jóvenes como esa savia contestataria, rebelde, iconoclasta, de ruptura. Un fenómeno que va unido a la creación es el de oponerse a lo ya establecido, a las escuelas anteriores, a los discursos ya manidos. Por eso, mirar a los muchachos de todos los tiempos, equivale a sopesar a los guerreros de siempre, a quienes no creyeron nunca en las negaciones del presente y pasaron por encima de mal entendidos, de intérpretes viles, de batallas vacías y de obras menores que se ponderan al por mayor.
En Cuba hemos tenido esa vanguardia, la alimentamos en tiempos de Fidelio Ponce y aún antes, cuando el rostro aniñado de Martí era uno de los más célebres de las noches habaneras. En la Isla, el arte y la ruptura fueron siempre sinónimos de muchachada, de innovación, y de esa savia beben hoy las brigadas de instructores de arte, con sus limitaciones y temporalidades evidentes. De mis tiempos más mozos recuerdo la amistad con el dramaturgo Fidel Galbán y cómo este me hablaba con naturalidad sobre los procesos de conformación de la cultura y de las artes. Resulta que, para él, nada deberá estar inmanente, sino que se construye a diario, como un castillo frágil, como el refugio perecedero de quienes creen en la existencia de un ser más allá de esta realidad tangible. El escritor no hace, sino que es atravesado por las ideas, él solo sirve de vehículo. Hay que buscar en estos ejemplos cubanos, indagar desde qué génesis vienen caminando junto a nosotros. En otra charla, Galbán hablaba sobre su colega Agustín de Rojas, también joven cuando renovó el campo de la narrativa cubana, y de cómo solía verlo con el mamotreto de su manuscrito más reciente, mientras disertaba sobre procesos, obras, sucedidos, espiritualidades.
Volver a esas esencias es costoso en materia histórica, también porque los hombres están hechos con un poquito de muerte, de silencio y a veces se van sin que muestren del todo los naipes de su brillo, de su talento. La juventud es esa etapa en la cual se desarrollan las obras y recuerdo al novísimo Franz Schubert y su Sinfonía Inacabada y su trastorno bipolar. Nada hay de manifiesto en la decadencia, ni en la censura, sino que florece en la estridencia de las etapas más gráciles, coloridas, llenas de luz. Aunque luego el creador sea un eterno joven, se recordará aquel tiempo de muchacho, cuando todo parecía tan fácil, tan a la mano. Una famosa canción de los Beatles alude a la edad de 64 años y a lo que ellos estarían haciendo en ese entonces. Nadie puede predecir los golpes, ni los aciertos. A la altura de la tercera década del siglo XXI, solo el rostro ajado de un anciano Paul McCartney pudo contar el futuro, en una letanía melancólica donde las luces, los fotogramas y los sonidos dan la vuelta hasta aquellos momentos mozos, esos años casi adolescentes.
Cuba dispone del mismo fenómeno, de esa juventud que hace de las artes su modo de vida. Ahora vamos viendo que, aun en medio de los peores instantes y más chatos, existen muchachos que se interesan por esa porción intangible y hermosa. Toca a las instituciones interpretar y hacer, dar voz y espacio, otorgar un puesto legítimo al talento. Ellos, los novísimos, harán el futuro, como aconteció con cierta generación de autores literarios antologados en su momento por el maestro Salvador Redonet y que hoy hacen lo mejor de las letras cubanas.
Sin que exista duda alguna, los artistas cubanos aspiran a una eternidad creativa que los convierta en vanguardistas y jóvenes para siempre. Fidelio Ponce hubiera hecho una pintura en la cual se desfiguraran los vicios de antaño, sobresaliendo el brillo y el color. Caturla, ese muchacho, ya habría compuesto alguna danza, deshecha en acordes, para expresar el sabor de las tantas culturas disueltas y vidas. Paul McCartney, más allá de los 64 años, haría hincapié en que el tiempo es solo una formalidad, en ese mar insondable de la vida.
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