Esta vez la Boss calibre 12 de doble cañón escupió un disparo que resonó en el universo. Su presa, un temerario lobo de la literatura norteña de todos los tiempos, sucumbía al agravio, como quien traspasa una puerta hacia la paz interior, hacia el fin descansado de los malditos. ¿Por quién doblan ahora las campanas? Por nosotros, los simples mortales que no entendemos el espíritu convulso de los literatos suicidas. Por los otros, los que también abrazaron la vida con una intensidad a priori y la dejaron ir, esa suerte de inadaptados brillantes.
Doblan por ti hambriento mar de olas sugestivas, por ti que abrazaste el cuerpo delgado de Alfonsina, que obsequiaste a tus corales el grito de su amarga estadía en la vida. ¿Con qué mágicos tornasoles le habrás seducido? ¿O fue aquella, la canción con que le arrullaste las metáforas al español Ganivet, la misma de su locura? A este otro lo rescataron de tus aguas los marines, y una vez a resguardo se lanzó nuevamente, en busca de la belleza infinita.
¿A dónde fue a desembocar el espíritu in cautivo de Virginia, su fascinación por el mundo femenino, las luchas que libraron sus libros? “La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata”. Así pensaba y por eso llenó sus bolsillos de piedras y se metió en el Ouse, fascinada con aquellas ondas verdeazules que dibujaba la corriente sobre su cauce.
No preguntes por quién doblan las campanas sino qué valentía saborea un hombre cuándo vierte una copa de cianuro en su garganta. Quizás en busca de la última aventura en esta selva. Esa la que habitó Quiroga, como quien redescubría la naturaleza de los hombres y los animales en cada gota de sol sobre su piel.
Se puede acaso ser más y más desafiante que al estilo de Jacques Rigaut, el poeta dadaísta francés quien fundó una sociedad real, la Agencia General del Suicidio (AGS) en la que aleccionaba sobre maneras de matarse: “Mi libro de cabecera es un revólver” y quizá alguna vez “al acostarme, en vez de apretar el interruptor de la luz, distraído, me equivoco y aprieto el gatillo” —afirmaba, antes de aquel disparo entre pecho y espalda.
Sí, morir es una corriente literaria que profesan los individuos de soberbio corazón, he aquí un almita silbando en versos sus imágenes que una vez parecían pájaro alado y otras vorágines de ensueños. También se fue la Pizarnik, desde su bañera dijo adiós a un mundo incruento con su sufrir. Apenas superaba los 30 años.
Al igual que aquella otra poetiza, la estadounidense Sylvia Plath, cuando metió la cabeza en el horno de su casa y abrió la llave del gas. “Prefiero a los médicos, a los abogados, a las parteras... A cualquier cosa antes que a los escritores, son la cosa más narcisista que existe”. Estas palabras se parecen a ella, y también a muchos otros escritores y poetas a los que atormentó tanto la pura existencia y muy jóvenes se entregaron a la eternidad.
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE Y LA LOCURA
Así, la historia de la Literatura Universal narra los suicidios de valiosos poetas, dramaturgos y narradores.
La muerte es la dama con que comparten tragos algunos famosos de las letras. En más de una ocasión la reinventan en sus libros, juegan con ella y con sus víctimas, en una circunstancia de Dios todopoderoso. Pero unos cuantos han alzado su copa más allá de la ficción, y en un desafío a la suprema realidad brindan con la triste “a su salud”, y miran a los ojos a la señora.
A finales del siglo XIX proliferaron teorías sobre el genio artístico, una especie de desequilibrio mental hereditario que desembocaba en creación. El médico y antropólogo italiano Cesare Lombroso publicó Genio y locura después que coleccionara un grupo de materiales para su propuesta de “arte psiquiátrico”, escritos, dibujos y pinturas realizados por pacientes encerrados en hospitales mentales.
Si bien estos estudios no dan al traste con la verdadera espiritualidad de los artistas, motivó a la psicóloga clínica estadounidense Kay Redfield Jamison, autora de Touched with Fire (Tocados por el fuego) de 1993, un minucioso análisis sobre la relación entre los desórdenes maníaco-depresivos y los procesos creativos de varios prominentes artistas.
Algunos de los autores incluidos en este estudio son Charles Dickens, William Faulkner, Ralph Waldo Emerson, Baudelaire, Herman Hesse, Ernest Hemingway, John Keats, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Robert Louis Stevenson, Virginia Woolf y Kurt Vonnegut.
Sin embargo, sería algo peor que un pecado de ingenuidad afirmar que una narrativa tan lúcida como la de Hemingway, por ejemplo, sea fruto de sus necesidades expresivas, y basta. Sería como asumir que cualquier esquizofrénico pudo legarnos El viejo y el mar. Pero, si todos ellos coinciden en trastornos de bipolaridad, esquizofrenia, psicosis, depresiones crónicas… ¿será que detrás de cada gran escritor se esconde la maldición de los suicidas?
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