Un festival de teatro es siempre la oportunidad de intercambiar entre los hacedores del medio, también tendría que comportarse como un medidor de cómo se desenvuelve la creación. La crítica de hoy no puede aspirar a un papel de arbitraje entre el consumo y la producción, pero al menos serviría de brújula para conocer por dónde van los elementos más sobresalientes, las propuestas que intentan una ruptura e incluso las corrientes tradicionales y conservadoras que de alguna forma representan un nexo con el pasado del teatro y que sirven de referentes alguna que otra vez. En La Habana, como en otras ciudades del país, se hace un festival que convoca, que reúne en las salas al público general y especializado. Si algo, a nuestro juicio, se ha mantenido con calidad en Cuba a pesar de la crisis material, es esta manifestación de las artes. No ha bajado su nivel, si bien se sienten ausencias de artistas, directores, actores, que ya no están en la escena o tras bambalinas. Nada de lo que sucede le es ajeno a la creación, sino que se está imbuido en el universo de las problemáticas y se trabaja a pesar de ello.
Aunque La Habana posee las más amplias conexiones con un pasado de constantes puestas en escena y de estrenos, el presente se propone parco. No se hace la maravilla si no existe una producción y ello impacta en la calidad, en la frecuencia, en la jerarquía y en el acceso a las artes. A nuestro parecer, tendría que crearse un evento teórico paralelo, en el cual se aborde por qué sigue siendo costoso mantener una programación y cómo se va a enfrentar la contingencia el resto del año. No solo hablamos del recurso material, sino de la sinergia que ello genera hacia el interior de los grupos, que más que nada requieren de estabilidad en su personal para poder trabajar. El actual proceso migratorio ha golpeado la plantilla de los conjuntos, la ha desinflado y más que nada marca un precedente nefasto en cuanto a pérdida de talento y de habilidades aprendidas. El teatro tendría que ser un medio de vida para los que en ese espacio han realizado aportes, pero hoy no posee suficiente viabilidad ante la galopante subida de precios que también implica una bajada del nivel de insumos. Dicho de otra forma, el Festival de La Habana tendría que abrirse al debate en torno a las cuestiones materiales que hacen más difícil la subsistencia de esta manifestación y no solo las puestas en escena, sino por ejemplo la enseñanza, la formación práctica, la continuidad en el tiempo de los maestros y la trasmisión generacional de los saberes. He ahí elementos que son enriquecedores en el debate y que contribuyen a asumir el teatro cubano en su realidad y no solo como una conmemoración que hay que celebrar.
En medio de la crisis de producción cinematográfica, por demás comprensible, el teatro tiene que ser el paliativo. De hecho, las obras cargan con esa función emocional de catarsis que les da salida a los traumas colectivos y los sublima a través de representaciones simbólicas y dramáticas. En la dureza se requiere de la sonrisa, incluso del llanto. Porque el teatro es un ariete contra los muros de contención de las emociones las tensiones que de otra forma explotan de manera impredecible. He ahí la utilidad del arte, aunque muchos hoy sigan tozudamente negando que resulta imprescindible para los pueblos. Pero la producción ideal no está separada de la dimensión material, o sea, las cuestiones de la belleza no se distancian de las fealdades de la cotidianidad. No se hace un buen suceso a partir de la alienación, de enajenarnos del debate, de separarnos. Recordemos el famoso poema de César Vallejo en el cual se cuestiona la existencia de la poesía, ante la crisis de la humanidad como ente colectivo que sufre y no comprende su entorno. Es que los heraldos negros de la verdad nos chocan en la cara y construyen un discurso demoledor que no se puede tapar, mucho menos maquillar a partir del arte si este no está comprometido.
Nuestros dramaturgos de los últimos años han hecho propuestas que establecen aproximaciones con ese drama cubano. Ha habido un estudio de casos que roza en la sociología para el teatro. Sin ser detallistas en extremo, los escritores saben que no deben establecerse en un punto de distanciamiento con respecto a los públicos y, con excepciones, en la escena cubana de hoy prima el cariz crítico, pero intelectual, incisivo, pero sin vulgaridad ni destrucción de valores. Hay excelentes metáforas que vertebran una condición teatral en la cual caben los más diversos consumidores, desde el profesional hasta la persona desempleada. De hecho, quien vaya a las salas en el presente, podrá ver que no solo los críticos de arte acuden, sino personas que simplemente buscan un cobijo, una luz, incluso una respuesta. En esta relación cuasi teológica con la creación, la gente requiere de un arte de alto nivel y no uno que se congracie, que calle o que deje de hacer la función para la que históricamente ha sido destinado. Cuba no es el lugar más cómodo para un creador, pero seguramente resulta de los más interesantes, por la originalidad de sus conflictos.
Y es que el recurso material posee una relación dialéctica con el espiritual y hay un trasvase entre ambos extremos de la existencia. El festival posee una dimensión inabarcable que no es solo la de los días de presentación de las obras. Se trata de la esencia del artista, que no trabaja solo para ese periodo de tiempo, sino que vive imbuido en una condición especial o en una resonancia creativa. Y hay un apartado aún más interesante que es el de la axiología con la cual se queda el consumidor. La particularidad del teatro está en su relación directa desde el escenario que trasmite una viveza sin par y a la cual no se puede renunciar. La imagen viaja viva hasta el ser de los espectadores y ello determina la asunción de valores y de una jerarquía de conducta que se establece por identificación o distanciamiento. El teatro recrea y crea arquetipos que luego pasan al imaginario colectivo. ¿Hay acaso una mejor inversión que esa? Entender la seriedad de la creación y darle el apoyo requerido no solo va en el camino de la producción, sino de la concreción de condiciones de libertad de pensamiento, de establecimiento de pautas de respeto y de puntos en común para un debate social que restablezca la necesaria utopía dentro de la estética del medio cultural.
El teatro es un acto de desacato a la mediocridad y la apuesta por un ciclo incluso trágico en el cual Sísifo levanta la misma piedra. Gesto quizás absurdo, pero que entraña una hermosura que encandila. Ojalá y ese alelamiento de la percepción sea la lucidez que tengamos siempre en medio de la oscuridad. Un festival puede ser todo eso, pero tendría que atreverse, cruzar sus limitaciones y hacerse a sí mismo con la fuerza de los espíritus que primaron en los tiempos primigenios de los escenarios.
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