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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Lino

Un personaje popular llegó a convertirse en Hijo Ilustre de una villa cubana y a figurar en las cumbres de su más alta cultura…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 28/05/2022
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Las ciudades poseen personajes populares que las hacen mucho más ricas en sus esencias, mucho más humanas y variopintas. Esos hombres y mujeres marcan los días a partir de una vida diferente, llena de sucesos chispeantes. A menudo son vistos como seres fuera de la norma e incluso son rechazados. Remedios aun cuenta las hazañas de Lino Lobatón, el último de los habitantes mágicos por excelencia, quien viviera siempre a medio camino entre la genialidad y la locura, entre la ruina y la pompa, entre la fama y la mofa popular. Su historia fue siempre tremendista, pues se dice que vino al mundo en medio de un temblor de tierra que cuarteó las paredes de muchas de las viviendas más sólidas. Ello, en palabras posteriores del propio personaje, era un preludio a una vida llena de rupturas, de hechos polémicos y de la búsqueda de una trascendencia.

Lino fue trabajador del campo de la cultura durante un tiempo, ya que podía vérsele en las actividades como una especie de divulgador por excelencia, pero luego su excentricidad fue en ascenso: primero vino un casco de constructor, luego una capa como de personaje de cuentos de hadas y por último una carretilla en la cual iba recogiendo cuanto objeto estaba en la vía. Con todo aquello creó lo que se conoce como La Jungla, un museo que estaba hecho de cartón y que abarcaba toda su casa. Cada una de las figuras era una estatua o instalación hechas a partir de los desechos de la ciudad. En medio de todo estaba lo que él llamó su trono, donde se sentaba a ver las estrellas y a escuchar radio. En unos murales cercanos, Lino había dibujado con tiza unas galaxias. Lo mismo podía verse un póster sobre la visita del Papa Juan Pablo II que un anuncio de la empresa eléctrica, una pieza de las carrozas de las parrandas que un documento oficial. Sin matices y en una cuerda muy suya, el artista recreaba su propia mitología personal hecha con retazos de su fe afrocubana y con ideas de la Cuba de la época.

Más tarde llegó la fama, turistas del mundo venían hasta La Jungla de Lino y él les daba un tour donde les explicaba cada uno de los significados. Remedios llegó a otorgarle el título de Hijo Ilustre e incluso se compuso para él una pieza musical en la Banda de Conciertos. ¿Por qué? Pues, el hombre se daba a querer, siempre tenía una sonrisa y era afable, su primer impulso era ayudar a los demás, ser útil. La sociedad no lo veía ni como un fenómeno ni como alguien fuera de la norma, sino que lo había asumido. Varios poetas locales le dedicaron sus versos, en hermoso gesto de justicia. Si bien la imagen de un sujeto alto, con un casco y una capa por las calles puede resultar chocante, todo el que se detenía a conocerlo constataba su bondad, su carácter de niño inocente. Y es que en Remedios se sobran las excelentes personas, esas que asumen a los demás, sean o no de la ciudad, como su familia. En la villa antigua hubo un lugar para todo aquel que viniera a cualquier hora, así como una sonrisa y un buen trato. Por eso Lino era Hijo Ilustre, porque tenía todas esas virtudes.

El personaje popular funcionaba como un símbolo de que Remedios estaba vivo y mantenía sus esencias. En todo acto solemne, ahí estaba Lino, con su donaire y su educación, con la voz suave y el además de caballero. En los últimos años de su vida había incorporado a sus atuendos la bandera cubana, de hecho, lo mismo la portaba en un formato de papel que en tela. A veces las enseñas que portaba no estaban bien cuidadas, sino que poseían desgarraduras, quizás como signo de que la realidad en la cual vivió el hombre tampoco era perfecta, sino que contenía problemas, disputas, sucedidos de diversa índole, enfrentamientos y dolores. De hecho, Lino salió varias veces en la prensa y se le hizo un programa en la televisión nacional, como un ejemplo de esas personas que son capaces de construirse un mundo apartado sin renunciar al calor humano. En Remedios se le quiso, se le dio su lugar y todos respetaban que alguien así existiese, dándole a la cultura local ese color y esa naturaleza.

Añoso físicamente, el hombre mantenía su bondad juvenil, reía con todos, invitaba a su Jungla a cualquiera que visitara Remedios, les daba una especie de conferencias sobre la espiritualidad de Remedios. Lino creyó con firmeza en su misión en este mundo, la defendió y la asumió, sin tener otra cosa que hacer. No tuvo una distracción ni un oficio más que el de personaje popular. En su haber estaban los años como un sacerdocio consagrado a la ciudad, al activismo cultural, a la excentricidad vista como un ejercicio sano y de plena creación. No se sabe si, como dicen algunos, padeció de alguna dolencia sicológica, lo cierto es que ello solo lo hizo más cuerdo, más lúcido y trabajador, más aportativo y auténtico. Así, Lino se inscribe en la tradición de los locos sabios, que procede de la savia de Don Quijote de la Mancha.

En los predios de los museos o en la plaza, Lino era un caballero, un embajador de lujo, un representante permanente de lo mejor y más original. Quienes conversaron con él, quienes fueron a su Jungla, sabrán cuánto se extraña aquel local, aquella forma de resumir la cultura. De hecho, una de las grandes pérdidas de los últimos años fue no haber conservado La Jungla más allá del deceso de Lino. Quizás con una visión más antropológica y en la cuerda de la academia, pero salvando el legado de una de las personas que supo trascender desde lo particular, lo típico, lo propio; sea bueno restaurar ese museo tan atípico. Pero mientras dicho menester llega, debemos saber que hubo una persona llamada Lino Lobatón, cuyo legado y obra fueron más allá de sí mismo y que distinguieron a la villa entre el resto de las poblaciones aledañas.

Con su esencia puesta en las facetas de genio, de artista, de museólogo, de actor callejero, de narrador popular; este hombre fue una época en la historia más reciente de la Octava Villa de Cuba. Las últimas fotografías muestran al luchador que iba con su carretilla y renovaba los elementos de la Jungla con otras piezas, dándole al entorno de su peculiar museo esos bríos del entusiasmo. Lino escogió una vida marcada por lo original, por la locura lúcida, por la vida a fin de cuentas.

Cuando no apareció más por las calles con su casco y su capa, cuando ya no hubo más sonrisas; solo quedaban el recuerdo y el pasar por delante de la casona donde vivió e imaginar cómo en épocas anteriores allí florecían la ingenuidad y el entusiasmo.

Lino Lobatón prefirió este silencio elocuente que traspasa el tiempo y nos deja añorando aquellos años, cuando todo era más simple y mágico. 


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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