Mucho ha llovido en Cuba desde las primeras trasmisiones de la radio. Sin lugar a dudas ese medio está hecho para los países más humildes, aquellos en los cuales ha llegado tarde todo y siempre se debe andar a la zaga de un mundo de desigualdades. Pero la nación de entonces llevaba apenas unas décadas de independencia y se estaba haciendo a sí misma entre los dolores de un presente y las ansias del pasado.
En 1917 ya en Caibarién el asturiano Manuel Álvarez, conocido como Manolín, había realizado las primeras trasmisiones de lo que aún no era una programación radial articulada. Sin embargo, más allá de eso, el país que iniciaba sus pasos entre el concierto de las demás entidades globales, requería de sus propios sonidos, de sus artistas, de una masividad instantánea que todavía era impropia de estos lares. Ya fuera en La Habana o en el centro o el oriente de la isla, todo estaba por levantarse, había una especie de vacío inmenso. Se puede decir que con la radio nos comenzamos a conocer un poco mejor unos a otros.
No importaba que el primer discurso presidencial se trasmitiera también en inglés, como influencia de los estadounidenses. Tampoco que el comercialismo pronto inundara las plantas y que incluso determinase a cuáles artistas se contrataba o no. La reconstrucción de lo cubano a partir de la radio era indetenible y ha dejado su huella por generaciones.
¿Acaso no hay un documento invaluable, por ejemplo, en aquellas novelas de Félix B. Caignet? Los recientes homenajes en los espacios dramatizados de la televisión hablan de la necesidad de que el país retome los senderos de la creación y se dejen de lado derroteros que nos han conducido por mediocridades y por la banalidad más absurda.
Hay en los medios de difusión masiva la oportunidad de hacer de la imagen nacional eso que nuestros ancestros quisieron: un espacio culto, donde nosotros podemos realizarnos y alcanzar los puntos más altos en la escala de la civilización. Así ha de ser, si se quiere que Cuba pondere los orígenes de la radio. Desde la emisora 6EV de Manolín hasta la Mil Diez, que luego surgiera y donde hicieron sus obras todos los intelectuales progresistas cubanos como Carpentier, hay en esas ondas hertzianas el impulso de un fantasma que nos compele a lo mejor de Cuba.
Se puede decir que todo aquello comenzó el 22 de agosto de 1922 con Luis Casas Romero, pero poco importan las fechas cuando de lo que se trata es del espíritu de una nación que se hizo a sí misma a golpe de trasmisiones y que, aun con los defectos de aquella era, tuvo logros insoslayables. Muchos de aquellos triunfos luego se consolidaron y se hicieron más evidentes cuando se produjo la institucionalización de la radio y de la televisión con el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Pero la historia es indetenible, no puede posarse en las sillas tentadoras ni hacer de los rincones su refugio definitivo. Estos medios son para la cultura y la excelencia, y solo se llega a los públicos desde el corazón y con la inteligencia más pura y poderosa.
Recientemente, cuando se entregaron los premios nacionales de la radio, fue lamentable que se pronunciara mal el nombre de la emisora CMHW. Esas faltas denotan que en el presente existe un peligro perenne, ese que oscurece la historia, que silencia los valores, que no es de luz, que pertenece a las sombras de la ignorancia.
No es la primera vez que se desconoce lo que se logra desde el túnel de la bahía en lo adelante, en clara referencia a las provincias. Y es que tener un micrófono en la mano es representar al país todo y saberse retador de todas las mediocridades e insuficiencias y miserias del alma. Lo que se eleva desde lo más profundo en otros lugares del archipiélago también posee valor y tendrá alguna vez que mencionarse.
Por eso, cada 22 de agosto resulta justo que se mencione a Luis Casas, pero a la vez a Manolín. Ambos conforman el universo de la radio más original, aquella que se hizo casi para los vecinos y que, como la patria, comenzó en los entornos chicos para crecer y adueñarse de los corazones.
Quien haya trabajado en el medio radial sabe de la cercanía de los oyentes, de cómo asumen que posees una familiaridad con ellos y de ahí se derivan el respeto y la colaboración. Cada planta es como un hervidero de personas que por generaciones vuelven sobre los temas, los programas y las historias que se trasmiten.
Nada hay como ese lenguaje hermoso de los medios de difusión masiva en los cuales muchos nos movemos y que unen amor con cultura, creatividad con la premura de los tiempos corrientes. Así ha de hacerse la radio. Más allá de las formalidades que implica la carrera del periodismo, lo cierto es que uno llega a amar a las personas que nos escuchan más allá del trasmisor, a millas de distancia. A ese signo misterioso hay que apostar cuando pensemos en los orígenes y en el devenir de algo tan universal.
En cada país, la radio ha modificado las formas de pensar. Se creyó que con el internet desaparecería, en cambio se ha fortalecido a partir de estilos que surgen en los nuevos hacedores. Los podcasts poseen la fuerza de la cercanía y la cultura de un espacio tan inmenso como las redes sociales. Más que trasmitirse, las cápsulas como naves que van por las ondas más amplias y rápidas del ciberespacio. Allí ha habido una revolución que está por escribirse y que en Cuba casi pudiera decirse que está en pañales. Los lenguajes podrán cambiar, pero siempre habrá ese paso primero, aquella huella de los fundadores, el gesto heroico.
Cuando uno va a la casa de Manolín en Caibarién y ve que la familia ha conservado los implementos de la planta a la espera de algún museo que surja, se piensa en la memoria de un país, en lo legendario que anida entre nosotros, en la fuerza que poseemos y que aún no sabemos aprovechar. Ahí, en los salones de una casa republicana, la hija de aquel inmenso iniciador te dice de sus admiraciones por los periodistas actuales y por la hechura de los programas de participación, los dramatizados, los informativos…Hay en la radio la magia de un rescate, de un sueño, de una ancestral inmensidad. Así debemos sentirlo cada vez que se recuerden los inicios y haya quien mencione este o aquel nombre.
En la Historia todos somos importantes, desde los que pusieron una piedra para que comenzara el camino, hasta los que construyeron edificios, estudios, emisoras. La obra siempre fue colectiva y la radio, más que un medio, es el espejo de lo que somos y deseamos ser. Más que recordar, habría que hacer para que el legado se enriquezca, para que vaya con los tiempos y siga cobrando la fuerza que merece.
Los públicos de las plantas siguen siendo personas mayores que buscan los referentes de sus eras pasadas, pero la juventud tendrá que ser también un referente de los guionistas, de los asesores, de los que conciben las programaciones. Aunque se mantengan los espacios clásicos como Nocturno, también debe pensarse en otros que hablen con el idioma de la actualidad y que no se cosifiquen en un espectro demasiado pétreo.
La radio nos sigue construyendo como nación, en un proceso que no terminará jamás y que, para bien o para mal, resulta inevitable. Hay que aprovecharlo con la lucidez de Luis Casas y de Manolín, con la racionalidad de nuestros ancestros y el buen tino de unos tiempos que no admiten simplezas, mucho menos mediocridades. La brillantez de los medios masivos dependerá siempre del misterio del creador solitario que sabe interpretar los sueños y los anhelos, e incluso los miedos de la multitud.
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