Las casas de cultura surgieron en un momento en que la creación en Cuba estaba cambiando de naturaleza. De ser un fenómeno que se movía entre los extremos de la marginalidad y el elitismo, este asunto pasó a ser atendido metodológicamente a partir de un sistema de cátedras que sectorializan la enseñanza y la apreciación de las artes, lo cual tiene un impacto en los públicos y en el crecimiento de la capacidad de consumo de las masas de cara a las distintas manifestaciones. No solo se hizo mucho más para que las personas accedieran a una capacitación profesional en el ejercicio de las artes, sino que se elevó el nivel en las personas a partir de la llegada de la belleza y sus categorías de forma directa a las comunidades. Allí también la política cultural cubana demostró que los aciertos tienen una resonancia profunda en el acervo del pueblo.
Antes de esto, las formas populares estaban unidas a una marginación sistemática. Los trovadores eran contratados por unos quilos en los bares o pasaban su sombrero en el público para que alguien contribuyese con los artistas. No había una metodología que garantizase el traspaso de los saberes de una generación a otra y fenómenos como la rumba, la danza, el teatro popular dependían de mecenazgos mal pagados o de la caridad y la suerte para sobrevivir. Cuba desarrolló sus artes en medio de una dinámica de resistencia, en la cual no pocos creadores quedaron en la total miseria y fueron echados a un lado por la industria cultural y los medios. Tuvo que venir una política centralizada, con un sistema de casas de cultura, para que los niños crecieran admirando a aquellos viejos artistas y los tomaran como profesores y ejemplos. La grandeza de esta idea estuvo dada desde el inicio por un ansia de justicia social, de justipreciar a los virtuosos y sus vidas, de dignificar la obra hasta entonces olvidada.
Pero no todo ha sido perfecto. Las casas de cultura son un proyecto hermoso que ha necesitado de actualización. Las programaciones ya no pueden responder a las lógicas de consumo de décadas atrás, los públicos se han segmentado según otros intereses, la gente prefiere otras maneras de acceder a la creación. Hay un cambio de paradigmas en cuanto a la mentalidad y ello posee implicaciones en la comunidad. Las casas se hacen para responder a esa gente común y sus gustos y por supuesto para influir en la formación de un estilo de vida según la virtud de las artes. La cultura es un ente espiritual que resulta del cultivo humano, pero a su vez posee con las personas una relación dual, de doble vía, dialéctica. La cultura incide en el pueblo y ejerce su hegemonía, transformando comportamientos, cosmovisiones, formas de ver la vida, de ejercer los oficios y las profesiones. Se crea y se destruye a la par, porque ese proceso es natural, constante, nunca estático.
En la esencia de la cultura está el pueblo y ello no solo en cuanto a Cuba. Si existe una música de concierto es gracias al consumo de la gente sedimentado por siglos. Lo mismo en el caso de la literatura. Las novelas más experimentales de la posmodernidad le deben al gusto popular su existencia en tanto lo oral sostuvo por milenios la existencia de la estructura dramática de una historia cualquiera. La gente ha creado ese gran acervo y lo ha sabido sostener contra todo pronóstico. La cultura cubana es también resultado de ese mismo proceso resistente que no tuvo casi nunca un apoyo institucional. En tal sentido, si las casas de cultura no se actualizan, pueden pasar a ser un freno para el desarrollo del consumo. Por ejemplo, si no se llega con los nuevos lenguajes tecnológicos a la juventud, prevalecerán otros espacios donde existe una deformación clasista de estos muchachos. La creación es un campo de enfrentamientos en el cual, cuando se deja de lado la iniciativa, se pierde frente al contrario. Y en el mundo globalizado de hoy se convive en un fuego cruzado de símbolos en el cual está nuestra gran cultura, pero también persiste el más falaz de los consumos permeado de intereses de mercado y de compraventas. La dictadura de lo audiovisual ha incidido en que las cátedras de literatura de las casas de cultura no cuenten hoy con todos los jóvenes que debieran y ello en parte es culpa de una enseñanza que quiere proseguir con los métodos de hace más de cuatro décadas, cuando la vida era más pausada y Cuba estaba menos expuesta a la realidad cambiante del mundo.
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Las casas de cultura tienen que seguir su labor, pero insertarse en el universo de lo digital y de las redes, hacer que los públicos las vuelvan a ver como una forma legítima de crear y de proyectarse. Las comunidades han mutado y poseen una dimensión global, incluso aquellas que existen desde lo local y lo más pequeño. La cultura no es ya un ente detenido solo en las bellas artes, sino que posee una multidimensionalidad que la amplía y la hace más compleja y dinámica, la transforma más en un campo de combate que en ese remanso al cual se va al esparcimiento. Todo ello por supuesto incide en que el consumo no sea el mismo, sino que se reconforme constantemente y de acuerdo a exigencias cambiantes. La existencia humana es impactada por estas nuevas lógicas posmodernas del siglo XXI y de la creatividad interactiva. No hay ya una cultura aislada, ni nunca la hubo. Lo que ha sucedido con las tecnologías es que la naturaleza del fenómeno se ha agudizado y que el promotor, el cultor, deben estar más preparados en una conciencia de la universalidad de sus labores.
Esa globalización, que casi siempre viene con el sello neoliberal, no se puede tapar, es como un inmenso surtidor donde vienen lo bello y lo feo, lo negativo y lo mejor. En la decantación está la magia y la habilidad para hacer de la producción espiritual realmente un elemento de progreso colectivo. En cuanto a las casas de cultura, están insertas en ese proceso global de influencias, de combates, de posicionamientos en el gusto, de búsquedas de estilos y de corrientes. La exigencia en la enseñanza y en la formación del personal docente de las cátedras debe ser superior. Estas casas crean cosmovisiones y su trabajo no quedará nunca en manos del azar. La improvisación puede resultar fatal si no va hacia una conciencia responsable con las consecuencias. Si bien la posmodernidad nos recalca que todo vale, no todo es limpio ni edifica, ni deviene producto de la belleza y sus categorías derivadas.
Cuidar la cultura no es meterla en una campana de cristal, sino saber exponerla con la conciencia universal, con la sapiencia crítica y el decoro humano. No somos puristas que renegamos de nuestro lugar en el concierto del mundo, pero tampoco ingenuos que vamos a cambiar el oro propio por pedazos de espejos. Esta conciencia que debe nacer y desarrollarse en nuestras casas de la cultura no deja de lado el hecho de que Cuba es un país globalizado y que ello no posee marcha atrás. Pero se puede convivir con el consumo cosmopolita y moderarlo críticamente. En este sentido las cátedras son también formadoras de filtros profesionales en los públicos, centros de interpretación del proceso de creación y de recepción que inciden en la gente.
En este debate son muchos los puntos aun que se deben evaluar para que las casas de la cultura sean de nuevo ese centro de pensamiento avanzado, por lo pronto existen como espacios legítimos. Es aquella primera victoria arrancada a la desidia de la historia lo que aún puede mover la creatividad y marcar un paso a favor de la vida de un país que requiere de aperturas mentales y de transformaciones en el ámbito metafísico, filosófico y, por ende en la dimensión concreta de la existencia.
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