He crecido en uno de los lugares donde más décimas campesinas se hacen a diario. De hecho conozco personas que hablan a partir de dicha composición y lo hacen de forma natural, congénita. Uno de ellos es un personaje popular que va por la calle dedicándole composiciones a todo el mundo y que incluso llegó a editar un libro a partir de esas improvisaciones. Cuba es una tierra prolífica en poesía y la décima no solo implica una parte importante de nuestra identidad, sino que se ha cultivado más allá del ámbito cotidiano, como parte de las obras de importantes escritores. En lo personal, me cuesta hallar tanta rima entre los sucedidos diarios, pero me quedo admirado de cómo hay gente que no solo lo hace con rapidez, sino que pareciera vivir en un universo en el cual todo va a dar a este tipo de habla, a esa magia.
La décima expresa el sentir del campesino, pero con el decurso del tiempo ese ser se fue a las ciudades, donde enriqueció tanto su léxico como las experiencias. Así el género abandonó lo meramente bucólico, el ambiente de campo, tranquilo y sano y en el siglo XX expresó cuestiones existenciales, identitarias, políticas y sociales. La décima llega así al siglo XXI atravesada por las cuestiones de una vida posmoderna, en la cual pocos se detienen a leer largos tratados o poesía enrevesada. La gente quiere volver a lo simple, lo que se va enseguida, lo que rima, lo pegajoso. Así, el género vuelve a tener la oportunidad de un renacer. El personaje que mencioné no solo vive dentro de la décima, sino que hace de esta una forma de socialización. En su casa hay carteles expuestos hacia la calle en los cuales habla en dicha composición, incluso dicen que en su ámbito familiar conversa usando esos giros y rimas, esa manera única. Los cubanos poseemos esa magia del ajiaco y sin dudas la herencia hispana nos atraviesa y nos deja como cultores de lo mejor de muchos lugares, al punto de que conformamos una existencia nueva, distinguible, que posee la cualidad de vertebrar su propio discurso cultural. Eso ha sido también la décima, un vehículo para lo mejor, para lo auténtico, para que la gente no se quede callada, sino que diga incluso verdades incómodas. La décima sirve, como la figura del carnaval en la Edad Media, a manera de desacralización, de proceder profano en medio de tanta cultura supuestamente alta e intocable.
Y es que la décima permite que la emoción se una con la racionalidad. Es nuestro bálsamo poético, ese que con la música de la nacionalidad cubana nos habla en medio de las desgracias y nos consuela. En los momentos peores hay siempre quien lanza una décima que las más de las veces nos hacen reír o reflexionar o al menos nos saca de ese estado de ensimismamiento. Vivir en medio de la poesía es un espacio que quizás solo tengamos los cubanos y unos cuantos pueblos más. En las localidades más hacia el interior del archipiélago, hay caseríos en los cuales las conversaciones son décimas. Y hablo de las charlas más anodinas, como la que se tiene por ejemplo en la cena familiar o cuando hay un velorio.
Contar desde la décima es algo que los personajes de las historias de Onelio Jorge Cardoso hacen y que representa también ese hálito de resistencia de los cubanos frente a las adversidades, esa tendencia hacia un arte auténtico y popular que no solo borra el dolor de forma momentánea sino que nos conecta con la sanación de tiempos mejores. Por ello la décima es mítica y acompaña como tal a las narraciones fabulosas de aparecidos y de monstruos de los campos, ese infernal universo que llena los libros de Samuel Feijoó y que los guajiros contaban de noche, con el taburete apoyado en una de las paredes de su bohío. La décima como refugio, como recurrencia, como memoria que nos sitúa en la encrucijada y nos dice por dónde debemos coger rumbo. Hay personajes del propio Onelio que ven en la décima una extensión de sí mismos. Y es que de hecho no podemos decir que el campesino haya cedido en su identidad, sino que hoy la moderniza, recurre a ella desde un presente lleno de contradicciones, pero que enriquece los temas, los giros, las rimas. La décima se ha tornado un instrumento de conocer procederes, augures, maravillas ocultas. Está tallada en el alma de la nación y es uno de nuestros patrimonios intangibles, uno de tantos que definen esta tierra de gente mágica y soñadora que hace de la cotidianidad una metáfora.
No se sabe si vayamos a conservar toda la memoria como pueblo o si algo se pierda por el camino, pero si debemos tener presente un detalle ese será la décima. Allí hay un crisol especial y sincero, pulcro, que nos habla de lo que somos y lo que podemos ser. La décima no solo es una realidad poética, sino ética, que nos dibuja en el horizonte como un pueblo culto. Su caída puede generar hondas decepciones en el alma existencial del país, creando no solo dolor sino vacío. Este tipo de patrimonio no depende de que tengamos o no políticas públicas, sino de que se sostenga la esencia y tenga personas que la cultiven, depende de un humanismo genuino y de una participación del pueblo real. Por ello, se trata de poesía en su estado puro, de luz en su más sana presencia, de una fantasmagoría hermosa que habita los campos y las ciudades y que ayuda a comprendernos. La décima es bella y enamora, tiene el poder de un ser en sí mismo, nos toca y nos llama a ser mejores cubanos.
La décima canta las maravillas de Cuba y no permite que olvidemos estas porciones ya idas de la nación, sino que como los coros antiguos nos trasmuta y transporta, hace de la masa esa valoración perenne de la vida y de sus bondades.
La décima tiene que seguir existiendo, para que existamos todos.
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